Capítulo 13.

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MARATÓN 2/3

Después de tomar intensamente un par de bocanadas en busca de aire, y de recordarme que tenía que mantener la calma si no me quería morir ahí mismo por un ataque de asma, revisé el cartel con la ruta del autobús que se hallaba a un costado. Para mi poca suerte, la última ruta solo funcionaba hasta las diez. Faltaban veinte minutos para las once y lo único que me rodeaba era una desolada carretera y lo que parecía ser el portón de una bodega, no había más, estaba casi seguro de que me encontraba en una zona industrial. Quise teletransportarme y aparecer en mi cama debajo de mis cobijas.

Todo estaba en silencio, el alumbrado público era demasiado tenue, hacía mucho más frío que hace un momento y no había ni un alma en pena rondando el lugar... Mierda no debí pensar en almas en pena.

Me agarré el borde de la chaqueta fuertemente y conté hasta cinco antes de moverme un poco de mi lugar buscando algo que pudiera ser de ayuda. Realmente no había casi nada que pudiera servirme, pero por lo menos había encontrado un pedazo de palo que podría funcionar en caso de necesitarlo, y en serio, no quería utilizarlo. Estaba usando todo mi suministro extra de valentía para no desmayarme ahí mismo.

Como si fuera una señal enviada desde los cielos, la luz que daban las farolas se aclaró lo suficiente para dejarme ver que a unos diez metros había un teléfono público. Sentí que la sangre me volvía nuevamente a la cara. Tragandome el miedo que sentía me apresuré a acercarme hasta la cabina, entré rápidamente y cerré como si eso me pudiera proteger de cualquier cosa.

Utilizar teléfonos públicos siempre me había dado asco, pero aquel momento no se prestaba para ser quisquilloso. Saqué de mis bolsillos las únicas monedas que me quedaban y agradecí el hecho de haberlas tomado.

Pensé en llamar a mi mamá.

La probabilidad de que terminara siendo regañado era mucha, y aunque no quería darle más dolores de cabeza, su número era el único que me sabía de memoria y, sin duda, era mejor otro castigo por parte de ella que morir en medio de la nada.

Introduje dos monedas dentro de la caja telefónica y le marqué.

Un pitido, dos pitidos, tres pitidos, cuatro pitidos, cinco pitidos. Lo sentimos mucho, el usuario al que intenta llamar no se encuentra disponible.

Se me volvió a bajar la presión.

Ese era mi fin. Iba a morir congelado, o peor aún, por alguna otra razón en la que ni quería pensar.

Mi mamá tenía el celular apagado, llamarla era inutil, no iba a gastar mis últimas dos monedas en vano, pero ¿qué otra opción tenía? No me sabía otro número.

Eso no es del todo cierto. Replicó lo más profundo de mi conciencia.

Entonces lo recordé, yo también me sabía el número de Jeno. Lo había memorizado durante las semanas en las que me había dejado en visto, observé tanto su contacto que terminé aprendiéndolo.

Pero no, me rehusaba, no pensaba llamarlo. Una parte de mí no quería perder el poco orgullo que me quedaba, y a la otra, le daba miedo que cuando él supiera de mi situación me ignorara por completo y me dejara abandonado a la deriva sin otra posibilidad; asegurarse de que eso no pasara era prácticamente rogarle que me viniera a buscar y ¿realmente estaba dispuesto a eso? Él había sido una persona horrible conmigo durante las últimas semanas, me sentía herido por su extraña actitud inestable y nuestros encuentros desastrosos. No quería llamarlo, pero todo estaba tan oscuro y solo, que el miedo le ganó la batalla a mi orgullo.

Introduje mis últimas dos monedas y rogué porque por lo menos contestara.

Un pitido, dos pitidos, tres pitidos. Y cuando pensé que no iba a contestar, el teléfono se descolgó.

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