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La humedad en el aire era casi palpable

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La humedad en el aire era casi palpable. El cielo gris ceñía la ciudad. La lluvia pronto volvería, eso hacía el clima más confortable y fresco. El chico foráneo no estaba acostumbrado al frío de Seúl, pero le agradaba de sobre manera. Había visto más lluvias en una semana aquí, que en su ciudad natal.

Una ventisca de aire frío le acarició el rostro y disfrutó plácidamente de la sensación, un par de cabellos platinados se sacudieron de su flequillo y los acomodó, rozando suavemente, con la yema de sus dedos justo sobre la piel por encima de sus cejas.

Llevaba puesto unos pantalones sueltos de mezclilla desgastada azul claro y una camisa blanca de mangas largas. El material de la tela era simple algodón y sus jeans no eran exactamente confortables, traía un par de sandalias negras y un morral de tela negra tejida que usaba como mochila de una sola correa o bolso para guardar su armónica y su billetera.

Sus madres habían decidido mudarse de distrito de forma apresurada, no le había dado tiempo de comprar ropa adecuada para el clima, aunque en realidad eso no le afectaba en nada.

Inhaló profundo, llenando sus pulmones de aire fresco y uno que otro aroma que captó a la lejanía, cada vez estaba más cerca. Ocultó sus manos en los bolsillos de su jean de mezclilla gastada y continuó avanzando directo a un nuevo y desconocido vecindario, se había hecho un hábito salir a pasear por la ciudad desconocida a eso de la tarde y siempre volvía cuando el sol se ocultaba.

Todo era nuevo y extraño, le resultaba divertido. Sonrió discretamente, moviéndose con gracia, pisando bajo la suela de sus sandalias la tierra mojada del empedrado por donde andaba, tarareando una vieja canción de jazz que su madre solía poner en el reproductor del auto.

Perdiéndose en las penumbras de las aceras, que eran vagamente iluminadas por los faros de luz a cada esquina. Cortó trayecto por un jardín lleno de árboles frondosos y arbustos. Ignoró los pasos descuidados que dio el hombre que venía siguiéndole desde hace dos calles atrás y se detuvo solamente cuando éste se atravesó en su camino mostrando un pequeño objeto filoso, una navaja.

Alzó las manos a la altura de su boca y sonrió, divertido.

―Puedes llevarte la billetera, pero no mi armónica ―bromeó.

La mañana siguiente el chico de cabellos platinados asistió a la escuela usando el uniforme correspondiente como sus madres le habían rogado, todos los botones del jersey estaban puestos en su sitio y se había cepillado el caballo antes bajar a tomar el desayuno. Sostenía en su mano derecha un papel con el aula correspondiente a su clase y llevaba la otra escondida en el bolsillo de su pantalón negro.

Arrastraba los pies por el pasillo y tenía un parche en el pómulo derecho que ocultaba un moretón. Cuando estuvo frente a la puerta del aula 102, arrugó el papel. Desabotonó su jersey, sacó su camisa del pantalón y pasó una mano por sus cabellos, revolviéndolos. Escondió sus dos manos en los bolsillos de su pantalón, la puerta estaba abierta y sabía que tendría que presentarse frente a todos sus nuevos compañeros de clase.

EL ENCANTO DE LA BESTIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora