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Jungkook

Entonces me quedé sin casa.

Había rescindido el contrato de alquiler y el último día era el domingo que se suponía que tenía que mudarme a Japón. El único problema era que hoy era lunes por la mañana y yo no estaba en Japón. Eso quería decir que tendría que encontrar algún lugar para pasar la noche, y, afortunadamente, ese lugar fue el piso de Namjoon en Gangwon.

Mi pene quedó bastante decepcionado cuando dormí en el sofá. Pero seguía siendo mejor que pasar la noche en un hotel de un millón de estrellas o en la Torre Oh, a la que ni siquiera podía mirar después de descubrir que Dean no era mi padre.

Yo no había sido el que le había puesto los cuernos. Sin embargo, él había decidido dirigir su ira hacia mí.

Por la mañana, Namjoon le preparó a su padre un batido de lo que parecía ser agua de la alcantarilla, vómito y miseria, y a mí me dio un cuenco con cereales. Ni siquiera eran de marca, me los sirvió de una caja industrial de dos kilos con el logotipo del supermercado.

—Caries y diabetes, el desayuno de los campeones —dije antes de llevarme una cucharada a la boca.

—Disculpe. El servicio de habitaciones no está disponible los lunes. —Namjoon se sentó al lado de su padre y le dio una palmadita en la mano.

Lo quería con locura. Lo que le faltaba de dinero lo compensaba con amor.

—No pasa nada —le quité importancia con un gesto de la mano—. Yo me encargaré del desayuno cuando vivamos juntos.

Los cubiertos hicieron ruido al caer sobre los platos, y Yifeng nos miró.

Parecía divertido.

Namjoon me observó para averiguar si le tomaba el pelo o no.

No bromeaba.

—No suelo desayunar —dijo—. Y sí, ya sé que es la comida más importante del día.

Mis ojos le recorrieron el torso y se detuvieron donde la mesa lo tapaba. Sonreí.

—No, qué va.

—Qué malo eres. —Escondió la sonrisa detrás de la taza de café.

—Y hoy voy a elegir el color de tus Converse —respondí.

Yifeng se echó a reír.

—¿Oyes eso?

—¿A qué te refieres? —Las mejillas de Namjoon me recordaban a las de un hámster cuando intentaba aguantarse la risa. Estaba adorable.

Lo que sentía por él era verdaderamente impresionante. Hasta usaría la palabra vergonzoso si no fuera porque era totalmente consciente de ello.

—El aleteo en sus corazones. Están felices. —Yifeng dio un trago al batido e hizo una mueca—. Nunca habían sido tan felices.

Un rato después, en el metro de camino al trabajo, los dos nos fijamos en los Converse blancos. Los había elegido porque quería un lienzo en blanco para empezar de cero.

—Todavía puedes aceptar el puesto en Japón. —Cerró a Kipling, distraído y con la mirada fija en la libreta—. OBC se está desmoronando y entiendo que los últimos descubrimientos no cambian tu compromiso con tu nuevo trabajo.

—Mi único compromiso es con la empresa que heredaré y con el único chico que es capaz de decirme a la cara cuándo me estoy comportando como un imbécil. Pero no en ese orden.

Levantó la mirada y preguntó:

—¿De quién hablas?

Le sujeté el cuello de la camisa y lo retorcí para acercarlo a mí y darle un beso. Me daba igual que la gente nos viera, o que estuviéramos de pie entre gente sudada y exasperada con pocas ganas de empezar la semana. Solo me importaba él. Nuestros labios se tocaron y mi pene estuvo a punto de gritar ¡aleluya! Tenía la boca suave y cálida y era mío, y su cuerpo se derretía contra el mío, y eso solo quería decir una cosa.

CONVERSE (KOOKNAM)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora