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El libertinaje de aquella noche había llegado a su fin, aquel domingo había sido el séptimo día en el que Park Jimin había salido de fiesta, no le importaba la compañía pues nunca repetía acompañante, incluso, no conocía a ciencia cierta el número exacto de las faldas que habían rosado sus muñecas cuando en una caricia juguetona en los muslos de aquellas jovencitas sus dedos se perdían. Con ebriedad y manchado de labial rojo había estacionado su auto en la acera frente a su casa, no le importó irrumpir en ella con tambaleo mientras iba tirando objetos a su paso, pues sabía que quien le esperaba estaba sumido en el alcohol, tanto o más que él.

En su caminar, echó un vistazo hacia la sala donde destellaban luces y resonaba el televisor con algún programa barato de comedia para aquellos que pierden su tiempo por la madrugada, solo pudo vislumbrar la silueta de su padre recostado en el viejo sofá, el que en vida fue de su tan amada madre, a su alrededor un par de botellas de cerveza tenían lugar, Park no se había equivocado, su padre ni si quiera había notado su ausencia y mucho menos su llegada, aquella falta de interés le arrebató una media sonrisa con toques de un evidente sarcasmo que pronto se desvaneció por el recuerdo de su nueva o no tan nueva obligación, con el fin del periodo vacacional un nuevo curso académico tenía lugar. Que manera tan vana de perder su tiempo, ese era su interminable pensar.

Así que, las pocas horas de sueño que se permitió aquella madrugada culminaron con el molesto ruido del reloj saltarín que adornaba su mesa. La resaca y su desfachatez no tenían lugar para él, así que tomando un par de minutos extra se duchó con una descarada lentitud y ni mencionar del tiempo que llevó peinando su cabello negro, dejando como siempre aquel mechón característico que adornaba su frente descubierta. Aunque la estación se mantenía aún en verano, poco le importó cubrir su cuerpo con la chaqueta de piel negra con correas en los hombros, aquella que de tan solo verla podrías calcular su peso condenablemente exagerado. Bajó las escaleras y ni si quiera se molestó en despedirse de su padre, solo colocó un cigarrillo en su boca y con el ego en su cuerpo salió de casa para buscar su auto, el que había adquirido después de trabajar gran parte del verano en una de las fábricas de su tío materno, el buen Seokjin, el hombre serio y atolondrado que con solo un par de días teniendo a su sobrino trabajando reparó en enojos por la desesperación que el joven flojo le provocaba.

Park encendió su cigarrillo con la zurda mientras que con la diestra giraba la llave para poner en marcha su ford thunderbird de color rojo, se sentía tan orgulloso de aquel logro escondido en la misericordia de su tío, Jimin no había obtenido el auto por su mérito, más bien el auto había sido un regalo para que el joven ya no se presentara en la fábrica de Seokjin el próximo verano, si, el pobre hombre había terminado aturdido en solo tres semanas.

Un toque de emoción podía verse en sus ojos, pues el primer día de clases siempre era interesante, para Jimin su interés radicaba en lo que podía mostrar a su pequeño grupo de amigos, estaba seguro que robaría las miradas de todo aquel que le viera llegar en su auto y por su puesto presumiría de las jovencitas que habían engrosado su lista interminable de conquistas. Su ego se había elevado recién aparcó su auto justo enfrente del instituto, ahí, justo donde un enorme árbol tenía lugar.

Tal como lo había previsto, Jimin había robado la atención de los jóvenes que se encontraban cerca, su auto destacaba por el brillo peculiar que resplandecía favorecido por los rayos matutinos de aquella mañana. Un grupo de chicos comenzó a reírse por la hazaña del joven, aplaudían y con idolatría se acercaron a él.


—Pero si es nada más y nadie menos que el gran bastardo ¡Park Jimin! — mencionó uno de los chicos con cabellos castaños, alto y delgado que sostenia entre sus dedos a punto de terminarse un cigarrillo.

1950: Promesa CelestialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora