Veintiuno

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Existir es sufrir y sufrir es dolor. Es parte de la vida del hombre padecer. Pero el dolor de Malta tenía que ver con algo todavía peor. Ella se sentía como un error. Como si cada inhalación y cada latido de su corazón fuese un insulto a cada criatura del universo. Malta sentía que todo lo que tocaba se ensuciaba, todo lo que veía se marchitaba. Era un ser indigno de la vida que se le otorgó. Era algo a lo que los dioses no dieron forma, ni propósito. Una herejía convertida en carne. Una mal terrible para los mortales.

Cada vez que Vegeta y compañía la miraban, ella experimentaba en su piel el recelo de los legítimos hijos de los dioses hacia lo profano. No tenía entre esas personas un lugar. No tenía lugar en el universo entero. Por ende sufría un dolor inconmensurable que la hizo creer que solo su destrucción podía terminar. Pero no era verdad. Había algo más que era capaz de mitigar su sufrimiento y eso era el tibio abrazo de Daishinkan. El mesurado calor de su cuerpo, el delicado aroma que desprendia su piel; siempre fueron suficientes para sosegar sus zozobras.

El tiempo hubiera podido detenerse en ese instante y Malta hubiera sido feliz para siempre. Ese momento era absoluto. Allí no había dolor, dudas o ese sentimiento extraño que la estaba invadiendo desde que entró en ese lamentable estado. Una sensación nacida de un presentimiento oscuro que la hacía temblar y se contraponía a su deseo de desaparecer.

-Me temo que no puedo hacer eso-le dijo Daishinkan poniendo su mano tras la cabeza de la muchacha y haciendo que está saliera de su estado de sosiego, para afligirse un poco- Eres un ser sensible, Malta. Te sentiste sola antes de saber que era la soledad. Estuviste triste antes llorar. No solo estás dotada de conciencia, también de emociones. Eres un ser viviente en todo su esplendor...

-No me gusta el dolor- murmuró la muchacha escondiendo el rostro en la curva del cuello del Gran Sacerdote- Quiero volver a esa habitación. No volveré a escapar de allí. Lo prometo...

Daishinkan sonrió con descendencia.

Toda persona añora volver a su sitio seguro cuando enfrenta una calamidad. Allí donde todo siempre está en calma y el mal parece no poder entrar. Malta hubiera querido poder echar el tiempo atrás y nunca haber dejado aquel sitio. Sin embargo, de hacerlo en ella seguiría el deseo de huir de allí. No estaba viviendo entre esas cuatro paredes. No estaba segura ahí. Mucho menos era feliz. Simplemente no ocurría algo que la hiciera advertir tal cosa. Y Malta lo sabía. Solo que no pudo evitar tener ese anhelo tan propio de los mortales.

Daishinkan guardo silencio limitándose a sentarse en el suelo para poner a Malta sobre sus piernas, como si fuera una niña pequeña. A su alrededor todo parecía estarse agitando, como la superficie del agua bajo la lluvia.

-Estoy asustada- exclamó Malta mientras apretaba la tela sobre aquel triángulo que Daishinkan tenía dibujado en su ropa- Sé que algo va a suceder. El señor Whis me dijo que todo lo vivo parece. Yo estoy viva. Significa que también voy a perecer. Y creo que lo haré pronto. No sé como es que lo sé, pero lo sé. Y me asusta.

El Gran Sacerdote guardo silencio.

-He hecho cosas malas. Las cosas malas se castigan. Desaparecer es mi escarmiento ¿Verdad?

La inocencia está por encima del bien y del mal, pero ¿Está el bien y el mal por encima de la inocencia? Daishinkan era una criatura ecuánime. Desde su perspectiva, más allá de lo que él sentía por ella, Malta no había hecho algo malo. Ella era lo que era. Que Malta se alterará podía causar la destrucción de mundos. Era algo natural. Mas los mortales percibían las cosas de manera muy distinta. Para ellos, Malta era una amenaza. Daishinkan vio arriba, a dónde estaba Gokú, y busco en ese ser un vestigio de ese juicio, sin embargo, en las pupilas de ese hombre no había más que una calma extraña. Goku era demasiado cercano a los dioses como para valorar las cosas del modo en que los demás mortales lo hacían.

Innocent Donde viven las historias. Descúbrelo ahora