Diciocho

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Malta bajo al campo de flores y ahí permaneció varios minutos en total silencio y completamente quieta. Era como ver a una muñeca de porcelana rota que alguien abandonó sin ningún cuidado. Pasaron varios minutos antes de que la muchacha se abrazara con fuerza. Como si hubiera intentado destrozarse con esa acción, pero todo lo que consiguió fue causarse dolor. Un dolor grande, poderoso; pero no más intenso que el que sentía en algún rincón de su interior. Un llanto abundante broto de sus ojos mientras se iba inclinando hacia el piso acabando con la frente pegada al suelo, sobre las flores. Tanto color y luz la rodeaba mientras de ella solo brotaban sombras, que se iban tornando una densa oscuridad que devoraba todo lo bueno que conocía. Cada memoria gentil fue sucumbiendo ante una verdad para ella irrefutable: no debía existir.

Desde su primera visita a la Tierra, Malta notó aquellas miradas de recelo a su persona. Esa cuota de instinto exaltado ante la presencia de algo que iba en contra de las leyes de la naturaleza y que podía volverse una amenaza. Entonces no lo entendía y hubiera preferido no hacerlo nunca. Permanecer ignorante de su origen como de tantas otras cosas que todavía no acaba de comprender, pero que como un rompecabezas embrujado iba tomando forma en su mente enseñándole lo miserable de su existencia.

Ella era un error. No solo por ser un tabú, sino que también por haber obtenido conciencia. Ella debió haber sido solo un recipiente. Un cuerpo vacío que su creador habitaría. Pero ni siquiera eso salió bien. Ese hombre tuvo que haber acabado con su existencia al darse cuenta que su trabajo resultó un fracaso. Así un universo entero, tal vez, se hubiera salvado. Pero refirió conservarla como un objeto raro que deleita por su insólita constitución, condenando a millones de vidas a la extinción. Mas eso no era lo peor.

¿Cuanto tiempo permaneció encerrada en esa habitación? Posiblemente uno tan largo como la vida de un sol o más ¿Y por qué? Por capricho de Daishinkan. Él la puso en una jaula para su deleite o bien porque ella era los residuos de uno de sus hijos. Ninguna de las dos opciones contempladas por Malta se le hacia menos egoísta que la otra, en ese momento, pues aún solo habiéndola rescatado, Daishinkan extendió su miseria. Malta había entendido que todo ese tiempo en cautiverio estuvo sola. Que el tiempo que el Gran Sacerdote le dedicó fue el mínimo. Por eras estuvo privada del día y la noche, del sol y la tierra, de la vida que crece y fluye ¿Es que ella no tenía derecho a eso? Se presentó al contemplar una pequeña esperanza entre sus tristes ideas, pero no. No tenía derecho porque simplemente no debería haber existido nunca.

Existir dolía. Dolía mucho. Era asfixiante. Era como ese llanto patético que desbordaba en esa postura casi humillante; besando el suelo del que era indigna. Su pecho lo sentía presionado por una fuerza desconocida que no le permitía ni respirar. Con furia, intentado mitigar esa agonía, apretando unas flores en sus manos al tiempo que soltaba un alarido visceral, rabioso, sangriento. En ese momento solo quería desaparecer. Como le hubiera gustado que el seño Bills hubiera usado en ella el hakai y así cumplir su único propósito: desaparecer. Pero no pudo. Y estaba segura que él, Daishinkan, intervino ¿Por qué no la dejaba morir? A eso estuvo destinada desde el principio ¿Por qué el Gran Sacerdote extendía su dolor? ¿Acaso le gustaba verla sufrir?

Whis descendió a su costado. Llegó suave y calladamente. Ella no lo advirtió hasta que él aclaro ls garganta intentando llamar su atención. El ángel la vio devastada, desolada, pero no expreso por ella ni un poco de compasión en su semblante. Se le quedó viendo, mientras Malta seguía ahí sollozando amargamente.

-Señor Whis...- logró decir después de un rato y entre copiosas lágrimas.

-Dime...Malta...

-¿Qué es lo opuesto al amor?- le pregunto arrancando del suelo las flores que apretó en su mano. Lo hizo como el movimiento de una garra que se arrastra sobre la carne.

Innocent Donde viven las historias. Descúbrelo ahora