Cuando Kayla White, una semi humana y la menor de su clan, asesina por error a un compañero de clases, no tiene más opción que hacer un trato con Mork Hodeskalle, un vampiro milenario y peligroso que tiene una sola cosa en mente: llevársela a la cam...
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Kayla
Había dos cosas que tenía que hacer antes de irnos, mientras Aleksi preparaba sus cosas, mientras mi tía arreglaba su idea para huir sin que los Edevane nos siguieran. La primera, me machacaba el corazón. Pero postergarlo solamente me haría marchar intranquila, preocupada.
Abrí lentamente la puerta de la habitación de mis padres. Hacía añares que no entraba. Antes, cuando era pequeña, mi cuarto estaba junto al suyo, durante el tiempo en que Elliot y yo compartíamos habitación porque le teníamos mucho miedo a Mørk Hodeskalle. En esas épocas, solía pasarme a la cama de ambos para conciliar el sueño.
Mi madre yacía en esa misma cama ahora. Las cosas no habían cambiado demasiado en esa habitación. Lo nuevo parecía ser los instrumentos que dejaron después de atenderla para sobrevivir a las quemaduras del sol. Había dos heladeras de mano sobre la mesa de luz, seguro llena de sachet de sangre, listas por si ella las necesitaba, pero lo que más me perturbó fue la camilla manchada que estaba a los pies de la cama. Por alguna razón que no comprendía, no la quitaron del cuarto.
Me deslicé por la penumbra de la habitación, temblando ligeramente y esquivando la camilla. Rodeé la cama y me incliné sobre el rostro de mi madre. Contuve el aire y me tapé la boca con las manos. Sin duda, se veía mejor que cuando estuvo bajo el sol, pero ahora su rostro hermoso estaba recorrido por gruesas gritas negras, leventemente hundidas, que jamás se recuperarían. Le recordarían por siempre, a ella y a nosotros, que no era más que una escultura de mármol, un monstruo antinatural que bebía sangre y que eso era el único motivo de su existencia.
Ahogué un gemido. Por suerte, ella estaba dormida; no podía ver el dolor en mi mirada y la forma en la que me daba cuenta, de la forma más dura, que tenía razón cuando me pedía que la comprendiera y la acompañara porque ella se sentía diferente al resto. Las dos éramos diferentes a nuestra familia. Y, entre las dos, de pronto sentía que yo tenía mayor suerte.
Me incliné para acariciar su mejilla, pasando dulcemente por encima de las grietas negras, como única despedida antes de salir del cuarto. Quizás, cuando regresara, ella estaría ya despierta, enfrentándose a su nuevo aspecto. Quizás, ya no me impactaría tanto. Quizás, yo podría apoyarla de una forma más consciente, más empática.
Mis pies se arrastraron por los pasillos entonces, preguntándome dónde podría encontrarlo ahora que todos parecían haberse esfumado de los pasillos y las galerías iluminadas por la luz del día. Pensé que, si él le había dado su sangre a Aleksi, probablemente estaría alimentándose de nuevo, así que volví hacia las cocinas y los depósitos y esta vez no oí a Bethia llorando en el comedor. En verdad, todo el mundo se había ido a descansar.
Encontré a mi abuelo solo en las heladeras, revisando los cajones con sangre como si tuviese mucho para elegir. Me di cuenta, segundos después, mientras todavía no se percataba de mi presencia, que estaba distraído con algo más y por eso no terminaba de agarrar una bolsa.