Capítulo 14: Entre tinieblas

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Débora trataba de gritar a pesar de tener la boca vendada y las manos amarradas por la espalda. Yaritza conducía con furia, como si de vida o muerte se tratara. Lamentablemente ningún policía la hizo deternerse y a nadie le llamó la atención su forma de manejar. 

Cuando la travesía terminó, Débora sintió que había pasado un día completo. Con lágrimas en los ojos vio cómo la ex novia de su hermano mayor estacionaba delante de la misteriosa casa blanca que vio en la fiesta clandestina. Alrededor no había ni un alma y la penetrante oscuridad de la noche era como tiniebla en el amanecer, ocultando casi todo lo que se pudiera ver. 

De forma brusca e inesperada, Yaritza salió del automóvil y se dirigió hacia la portezuela que estaba al lado derecho de Débora para abrirla. Luego la obligó a bajarse, apuntándola con su pistola otra vez. La chica quería llorar. No podía creer lo que Yaritza era capaz de hacer y no quería ni imaginarse las otras cosas de las que era capaz. 

-¡Vamos! ¡Baja! -le gritaba con un odio que iba más allá de los límites. 

Una vez que Débora logró bajarse del vehículo, Yaritza la apuntó a una de sus sienes y le dijo con firmeza que caminara. La guio hasta la entrada de la casa blanca y luego tocó el timbre.

Al cabo de lo que a Débora le pareció una eternidad, la puerta de la casa se abrió ligeramente, pero nadie se asomó detrás de ella. Yaritza la empujó un poco hasta que estuvo casi completamente abierta y luego le dio otro leve empujón a la chica para que entrara primero a la casa. Después de que ambas estuvieron dentro, Yaritza cerró la puerta. 

Ante ellos se extendía lo que parecía ser una ola de vapor, pero estaba claro que no lo era. Débora observó con más atención y entonces se dio cuenta de que era una humareda de marihuana que surgía desde el sofá, que se encontraba justo un par de metros al frente de ellas. Entre la humareda se asomaba un pálido rostro muy maquillado y unas largas y atléticas piernas desnudas con un tatuaje de serpiente. Delante del sofá había una mesilla larga con muchas botellas y cigarrillos. Alrededor de la mesa reinaba el caos puro. Si la habitación de Abel era caótica, aquella casa era mucho peor. 

En el suelo se podían encontrar todo tipo de cosas: restos de comida, botellas rotas, pelos de gato, ropa interior, pijamas, más ropa, restos de papel higiénico y mucho más. En las paredes colgaban figuras de animales y en una esquina se encontraban colgadas lo que parecían ser joyas extremadamente caras. Estaba claro que estaba ante alguien que hacía grandes negocios, pero que no quería llamar la atención con ellos.

-Ya creí que no ibas a venir -dijo la mujer del sofá con la voz arrastrada, mientras escupía de su boca más humo. 

Débora pudo verla entonces con más claridad. Era una mujer alta, con el pelo largo, liso y negro, flequillos y una mirada felina que podía tanto asustar como seducir. Llevaba puesta un collar dorado que seguramente era de oro y un vestido negro y apretado. En sus muñecas llevaba pulseras también doradas y sus uñas estaban pintadas de color negro.

-Obviamente no te iba a fallar, Gregorina -respondió Yaritza, con un tono de voz que denotaba respeto.

-Y veo que trajiste a la chica. 

-Así es. La dejo completamente en tus manos -dicho esto, Yaritza le quitó la venda a Débora y la medio empujó hacia Grego, quien la observaba detenidamente con sus ojos oscuros.

Débora respiró con dificultad antes de abrir su boca por primera vez desde que se encontraba en esa casa.

-¿Conque todo esto estaba planeado? -preguntó despavorida-. Yaritza...

-Un poco, sí, pero tú nos la hiciste fácil -dijo Yaritza con frialdad, mientras sujetaba su arma con fuerzas, que tenía al lado de sus caderas apuntando hacia el suelo.

Entre callejones y sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora