CAPÍTULO XXXII (EL INVIERNO)

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Rara vez me atrevía a solicitar asistencia, prefiriendo cargar con mi aflicción en solitario. Si acaso necesitaba a alguien, lo disimulaba con gran maestría. Meses había transcurrido en una especie de existencia, respirando por necesidad, despertando no por elección sino por la imposibilidad de dormir eternamente.

Siempre me desconcertó la idea de que alguien pudiera arrebatar su vida por causa de un amor, el dolor que emanaba de tal acto me parecía absurdo e incomprensible. ¿Qué grado de sufrimiento sería necesario soportar para que la vida perdiera su razón de ser?

Ahora, lamentablemente, comprendía este enigma. Desde su partida, mi vida se había vuelto un abismo insuperable. Un dolor constante atenazaba mi pecho, y al intentar conciliar el sueño en las noches, la opresión del aire me impedía hallar la paz. Los meses habían transcurrido lentamente frente a mis ojos, todo había cambiado, incluso yo misma. Mi madre, sumida en una profunda preocupación por mi estado, tomó la determinación de dejarme en Australia mientras ella retornaba a México. Mi habitación se había convertido en mi refugio, y apenas abandonaba el columpio en el rincón oscuro. Solo en las madrugadas, me permitía el sollozo silencioso en mi cama.

A diario le enviaba mensajes, aunque sus respuestas eran inexistentes. Durante el primer mes, mis llamados a su número eran constantes, pero él siempre me rechazaba, relegándome al contestador automático. En los primeros tiempos, añoraba su presencia con desesperación, mas su indiferencia me hizo cuestionar si alguna vez había sentido mi ausencia. Tras el paso de marzo, comprendí que su regreso jamás se produciría. Aunque en lo profundo de mi ser, aún mantenía un resquicio de esperanza. Decidí apartarme de las redes sociales y dejar sin respuesta mensajes y llamadas. Eren, consciente de mi sufrimiento gracias a mi madre, intentó ponerse en contacto conmigo de manera constante, pero yo carecía de la energía necesaria para comunicarme con nadie. Mi cabello crecía sin restricciones, y la música se había vuelto un eco de su recuerdo. Su anillo, un persistente recordatorio de su efímero paso por mi vida, permanecía inmutable en mi dedo, un testigo mudo de su partida abrupta, sin un adiós, simplemente desvaneciéndose en la penumbra.

Diane, día tras día, ingresaba en mi habitación para imponer orden en el caos que allí residía, una tarea que yo no tenía la fuerza de realizar. A pesar de mi renuencia, ella me entregaba el alimento que apenas tocaba. Había perdido el apetito, y al mirarme en el espejo, advertía cuán demacrada me hallaba. En las noches, cuando las lágrimas me despertaban, Diane era quien compartía el silencio a mi lado. Ella se había convertido en mi pilar durante estos meses, hasta que su partida en un intercambio la alejó de mí. Casi rechazó la oportunidad, temerosa de dejarme sola en esta penosa situación. Sin embargo, cedí ante su partida, prometiéndole que consumiría mi plato de comida como un modo de no obstaculizar su futuro.

Olivia asumió la responsabilidad de cuidarme tras la partida de Diane. Insistía en llevarme a un psicólogo, pero mis negativas eran constantes. Extrañamente, encontraba cierta masoquista satisfacción en experimentar el sufrimiento, aferrándome a él. Disfrutaba de la sensación de pérdida y del paso de las estaciones ante mi ventana. Eran recordatorios perennes de que Eddie había dejado una huella indeleble en mi existencia.

Cargaba con el peso del remordimiento por las palabras que le había dedicado a Eddie, así como con la culpa por la prolongada inconsciencia de Noah, cuyas posibilidades de recuperación menguaban con cada día que transcurría.

Hoy, es el cinco de junio. Han pasado más de cuatro meses desde aquella tragedia. Diariamente, experimento una sensación de desasosiego, una inquietud inexplicable que se ha adueñado de mí. Vivo en una perpetua infelicidad, que oscurece incluso los momentos que antes me brindaban alegría, aunque desde aquel fatídico día, tales momentos se han vuelto escasos. Anhelo que todo llegue a su fin, deseo desvanecerme y que estos momentos eternos lleguen a su conclusión. No hablo de perder la vida en sentido literal, sino de la vida que había imaginado con él, una vida que se esfumó en un intento fugaz de escapar, con la noche y la luna como cómplices.

Tristeza, ansiedad e insomnio, una tríada que me envuelve en un ciclo sin fin. Me he acostumbrado a estos sentimientos.

¿Por qué?

¿Por qué?

¿Por qué?

A diario, me planteo la misma pregunta, pero las respuestas parecen esquivas. No comprendo por qué todo terminó de esta manera. Reconozco que he mentido, pero ¿era necesario perderlo todo como castigo?

Mi corazón roto no tiene remedio, solo puedo derramar lágrimas. Mi abuela solía decir que un peine deshacía los nudos del cabello y llorar deshacía los nudos de la garganta, aunque en mi caso, no logran desatar el nudo en mi corazón.

Eliminé «Lovers Rock» de mi lista de reproducción, a pesar de ser una de mis favoritas. Dos días atrás, intenté volver a escuchar música, buscando consuelo, pero me equivoqué. Borré la mitad de las canciones almacenadas, todas me evocaban su recuerdo. Rememoraba la noche en que bailamos juntos en su sala, estábamos a punto de besarnos cuando Jack irrumpió, como solía hacerlo.

Hablando de Jack, me envía mensajes a diario. En ocasiones, pregunta por mi estado; otras veces, ofrece su hombro como soporte. Desde la partida de Diane, él se ha convertido en su sustituto.

Algunos días, me recreo en la fantasía de su regreso y de que todo vuelva a ser como antes. Que Noah despierte y nos perdone. Nos veía sentados en la arena, disfrutando del verano, admirando las olas y el atardecer. Pero luego, me encontraba sola en la arena, y nada volvía a ser igual.

Había llegado el puto invierno.

Mi verano en Australia [YA EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora