Otoño de 1876. Propiedad del Conde de York, en la zona rural de Yorkshire.
A sus veintiocho años, Rose sabía que jamás se casaría. Hacía muchos años que había dejado de concebir falsas esperanzas; tenía la convicción de que ningún caballero pasaría por alto su enfermedad. Pero entonces...¿por qué seguía recordándolo? Arthur Silvery era un recuerdo constante en su memoria. Sus ojos plateados la abordaban continuamente, de noche y de día. ¡Qué absurdo! ¡Pero si hacía ocho años que no lo veía! Y ahora...
—¿Me estás escuchando, Rose? —inquirió su hermano mayor, dando vueltas de un lado hacia el otro de la recámara, preparando los baúles y los enseres que se llevaría para el viaje.
—Te estoy escuchando —replicó algo molesta—. Pero no lo comprendo. No comprendo por qué él debe quedarse a cargo de mí. ¡No soy una niña pequeña! ¡Ni siquiera soy una debutante! Soy una mujer de casi treinta años muy capaz de valerme por mí misma.
El Conde de York detuvo su movimiento e hizo una seña a sus lacayos para que continuaran la labor sin él. —Rose... Sé perfectamente que eres capaz de valerte por ti misma —dijo Joseph, acercándose a ella—. Pero no me sentiré tranquilo si no hay un hombre en casa que vele por tu seguridad. Hazlo por mí, ¿de acuerdo?
—Pero... ¿no podrías habérselo pedido a alguien de la familia?
—Todos están ocupados y viven lejos de aquí. Él es perfecto, no tiene responsabilidades de las que ocuparse ahora mismo. Acaba de llegar de su largo período en alta mar, con la marina inglesa, y me consta que es un caballero responsable. No solo eso, es uno de mis mejores amigos. Tiene fama de ser frío como el metal, así que no tendrás que preocuparte por tener que darle conversación. Podrás hacer ver que no existe... Y no creo que él tenga ningún interés para que suceda lo contrario. Más bien lo imagino encerrado en el despacho, leyendo algún libro de lo más aburrido, hasta mi regreso.
¿¡Hacer ver que no existe!? ¿Y eso como sería posible? ¡Si había soñado con él durante más de un lustro! Comprendía las razones de su hermano para preocuparse por ella, pero no estaba de acuerdo con el hecho de que fuera precisamente Arthur Silvery su guardián.
—Te comprendo... pero no estoy de acuerdo —sinceró, a sabiendas de que Joseph no imaginaba cuáles eran las verdaderas razones de su desacuerdo. Su hermano mayor, el único que tenía, estaba convencido de que su disgusto se debía a la silla de ruedas. Por supuesto, Joseph Bennet, Conde de York, creía que su hermana estaba ofendida por el hecho de tratarla como a una paralítica.
—Sé que eres capaz de hacer temblar el mundo a tus pies —continuó Joseph, dispuesto a no hacerla creer, ni por un remoto instante, que la desvaloraba por su condición física—. Es una mera formalidad que calmará mis miedos mientras voy a buscar a Priya y le doy saludos a nuestra madre de tu parte. No querrás que la reina de Haiderabad haga que me castiguen por no cuidar bien de ti.
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Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...