Se despertó con el ruido de los cañones y los gritos de los heridos en la cabeza. —¡Cortad los cabos! ¡Vamos, cortadlos! —oyó la voz de aquel que un día fue su Almirante, antes de que él mismo ostentara ese rango—. ¡Cargad los cañones de estribor! ¡Comodoro, pregunte por qué estamos aminorando la velocidad a la sala de máquinas!
—Sala de máquinas —había gritado él a través del tubo de comunicación—. ¿Por qué aminoramos la velocidad? ¡Contesten!
—Ha sido un proyectil, comodoro —se había presentado un hombre hecho trizas en el puesto de mando, con las ropas desgarradas y el cuerpo ensangrentado—. Ha tocado las tuberías de la sala de máquinas, señor.
El miedo que había sentido para ese entonces era indescriptible, pero la frialdad de la que tuvo que hacer acopio para salir indemne de esa situación solo era equiparable al temple que había demostrado tener su Almirante.
Juraría que todavía estaba encima del vaivén de las olas del mar encolerizado si no fuera porque veía claramente la cama sobre la que estaba sentado. Se fregó los ojos con la palma de la mano y dejó atrás esas voces que lo perseguían. Se había encerrado en esa alcoba de prestado durante los últimos dos días. Con la excusa de dejarlo descansar, el Conde de York apenas lo había molestado. Pero era hora de salir, debía despedir a su mejor amigo y desearle un buen viaje. Solo aspiraba a que Rose no lo importunara más de lo necesario en el caso de verla de nuevo.
—Milord —oyó unos golpes en la puerta de una voz que ya le empezaba a resultar familiar—. Le he traído los trajes nuevos que mandó a confeccionar.
El ayuda de cámara del Conde de York entró cargado con un baúl y empezó a dar órdenes a los lacayos que lo seguían para que acondicionaran la habitación antes de vestirlo. El hombre había sido muy claro en cuanto a sus intenciones de servirlo a pesar de haberle pedido que no lo hiciera. Así que no tuvo más remedio que dejarse vestir por ese hombrecillo de mirada rigurosa y rictus severo. Se sintió extraño al rozar su piel con las exquisitas telas de su ropa nueva. No era un hombre vanidoso, pero si pretendía pasar los próximos seis meses en el Condado de York necesitaría algo más que un par de mudas y una casaca roja para vestirse apropiadamente; por eso, había mandado a confeccionar unas cuantas camisas nuevas y unos trajes adecuados a su posición. Su madre, costurera por afición y profesión, no toleraría que vistiera mal en ningún caso.
Frente al espejo, apenas se reconoció con el pantalón gris y el chaqué marrón. Se había vestido de rojo durante demasiado tiempo como para sentirse cómodo con otros colores. Sin embargo, dejó que el ayudante de cámara terminara su labor y le pasara un peine por su revoltoso pelo rubio. La barba, gracias a Dios, se la había recortado el día anterior.
—Le esperan abajo, milord —ultimó el hombrecillo que lo había vestido antes de cerrar la puerta y dejarlo a solas con sus pensamientos. Estiró tanto como pudo el tiempo, andando de un lado a otro de la recámara con las manos en la espalda, para no tener que lidiar con Rose más de lo necesario. Cuando decidió que era oportuno salir, la propiedad olía a repostería y el dulzor atravesó sus fosas nasales. Planchó su chaleco gris con las manos y apretó los puños de su camisa blanca antes de descender la gran escalinata. Pudo ver la cabeza rubia de Rose desde arriba y su corazón se aceleró como el de un muchacho imberbe; sin duda, ella era su debilidad.
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Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...