De vuelta al presente, 1876.
Rose se obligó a dejar de soñar en cuanto la avisaron de que Arthur Silvery había llegado a la propiedad. Se había pasado la mañana preparando un bizcocho esponjoso relleno de mermelada de rosas rojas para ocupar su mente y mantenerse alejada de la ventana. En cuanto oyó las voces masculinas en el piso de arriba, su estómago se removió. Se limpió las manos en la pica adaptada a su altura, se quitó el delantal y quitó algunas migas de su vestido verde. No debería de haber cocinado en un día tan importante como aquel, pero la cocina era lo único que la relajaba.
—¡Miladi! —se asustó su doncella al encontrarla en las cocinas, rodeada por la servidumbre—. ¡Si su abuela Ludovica la viera en estas condiciones! No puede cocinar cuando vienen invitados, ¡es usted la hermana del Conde!
—Sandra, gracias a Dios mi abuela no está en casa. Así que deja de hacer aspavientos y ayúdame con el peinado antes de subir a recibir a lord Silvery.
Sandra, una mujer de mediana edad y regordeta que la había acompañado desde hacía más de una década, la ayudó de inmediato a peinar su pelo con elegancia en un recogido. —Está usted perfecta —resolvió la sirvienta con presteza—. Pero huele a bizcocho, miladi. Voy a ir a buscar un frasquito de perfume, aguarde.
—Oh, Sandra, no es necesario —la detuvo por la mano—. Dudo mucho de que a lord Silvery le importe que huela a bizcocho; es más, estoy convencida de que ni siquiera se dará cuenta. Mejor ayúdame a empujar la silla por la rampa —Señaló la rampa que su hermano había mandado a construir especialmente para ella con el fin de facilitarle el acceso a las cocinas. Por suerte, Josh era un hermano comprensivo y sumamente generoso. Rose no podía estar más agradecida con él por todas sus atenciones; la consentía demasiado.
Rodó a toda velocidad hacia arriba, temerosa de llegar tarde a la recepción del nuevo custodio y frenó a tiempo en la primera planta, antes de hacer el ridículo con sus corredizas. Cogió aire, despidió a Sandra y esbozó una sonrisa comedida al entrar en el recibidor. Rose levantó la cabeza y lo que contempló la dejó prácticamente sin aliento.
El hombre que estaba de pie al lado de su hermano no se parecía en nada al que había estado recordando durante ocho años. No había rastro de ese joven tierno y dulce que una vez conoció. Solo vio a un militar, cuadrado cerca de la puerta y con el gesto serio. Buscó su mirada gris, pero tan solo se topó con un muro de hierro. —¿Recuerdas a Arthur, cierto? —oyó decir al Conde en la lejanía, se había quedado sorda—. Ha regresado de la marina con el rango de Almirante. ¿No es fantástico?
—Milord —consiguió decir con la garganta seca, saliendo de su estupor—. Permítame felicitarle por su escalafón, es un placer recibir a un Almirante en esta casa.
—Miladi —respondió él sin mirarla a los ojos, solo con un leve asentimiento de cabeza. Los Silvery eran famosos por su frialdad, pero Arthur no solo estaba siendo frío, sino realmente antipático—. Será mejor que hablemos de todo aquello que quieres que me ocupe durante tu ausencia, Josh —añadió el Almirante, poniendo una mano sobre el hombro del Conde y empujándolo lejos de ella. Ignorándola como si no fuera nada. Rose pasó de la confusión al enfado rápidamente. ¿A qué venía esa actitud tan prepotente? ¿De veras Arthur no sentía absolutamente nada al verla después de tanto tiempo? ¿Ni siquiera simpatía?
Se enfadó y se decepcionó por igual. —Entonces yo me retiro para que puedan hablar de esos asuntos tan importantes que conciernen a los hombres—manifestó con cierta amargura y dio media vuelta para irse.
Arthur miró por el rabillo del ojo como Rose se iba para su alivio. ¡Dios! La había imaginado de mil maneras y recordado de cien mil otras, pero la realidad había superado sus expectativas. Rose estaba más hermosa que nunca. Su pelo de color del trigo resplandecía con bravura y su tez clara ya no era la de una niña, sino la de una mujer atractiva y sugerente. Sin embargo, lo que más resaltaba en ella, eran sus dos ojos grandes y azules. Era inmejorablemente perfecta. ¡Y qué caray! ¿Olía a bizcocho? ¿Por qué diantres la hermana de un Conde olía a masa horneada?
—¿Qué te pasa, Arthur? —inquirió el Conde visiblemente molesto—. Sé que la marina te ha cambiado, pero no sabía que también has olvidado como tratar a una dama.
Josh siempre había sido muy protector con su hermana. No permitía ni toleraba que nadie le hiciera daño alguno. Y eso Arthur lo sabía muy bien, incluso le provocaba cierta gracia la manera en la que el Conde sobreprotegía a Rose como si fuera una niña. Él no pensaba en absoluto que Rose precisara de esa clase de cuidados.
—No te olvides de que el favor te lo estoy haciendo yo a ti, y no al revés —carraspeó Arthur, aturdido—. No he venido a hacer de niñera, Josh. Hablemos de que debo hacer durante tu ausencia y déjame descansar.
El Conde suavizó su expresión y asintió. —Tienes razón, amigo. Necesitas descansar. Está todo preparado para ti, no te preocupes. El capataz te ayudará en lo más importante, pero hay algo que sí que me gustaría que controlaras en cuanto a la gestión de las tierras...
No te olvides de votar y comentar, por favor.
ESTÁS LEYENDO
Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...