Durante la última semana había madrugado más que en la marina. Arthur Silvery se levantaba muy pronto cada día para gestionar el condado y luego se encerraba en su alcoba o en la biblioteca para trabajar en las cartas que debía mandar al ministro de defensa y estudiar las líneas de defensa marítimas. Estaba de descanso, pero un hombre como él no podía ni debía permitirse la laxitud completa.
—Milord —oyó desde la puerta de la biblioteca mientras trazaba las líneas de las minas en el mar del Norte.
—¿Sí? —preguntó Arthur al mayordomo sin apartar la mirada del sextante que lo ayudaba con la cartografía.
—Milord... creo que hay algo que debe saber —comentó el sirviente que, a todas luces, se sentía intimidado ante el Almirante.
—Hable.
—Se trata de lady Bennet, milord.
Arthur apartó su mirada plateada (parecida al gris de los buques que solía comandar) de los mapas y miró al mayordomo. —¿Qué ocurre con ella?
—Pretende ir a York, milord —se cuadró el señor ante la mirada del nuevo custodio.
—¿Para qué? —Enarcó una ceja rubia—. Dígale que no autorizo ninguna salida que no sea estrictamente necesaria.
—Sí, milord —reverenció el mayordomo y salió de la biblioteca, cerrando la puerta tras de él.
¿Ir a York? ¿A qué venía ese capricho? Negó con la cabeza y volvió a coger el sextante; sin embargo, antes de que pudiera concentrarse, el mayordomo regresó.
—Milord —dijo el empleado, que parecía estar poniéndose nervioso por momentos—. Lady Bennet me ha pedido que le transmita, con palabras textuales, que ella no necesita su autorización para ir a York.
Arthur volvió a dejar el sextante sobre el mar pintado en el mapa y clavó su mirada fría en el sirviente. —Dígale a lady Bennet que ningún carruaje se moverá de la propiedad sin que yo lo ordene.
—Sí, milord —reverenció el mayordomo otra vez, con la cara roja.
El Almirante observó como la puerta se cerraba, pero no regresó al trabajo. ¿A qué se debía esa repentina actitud rebelde? Sacó un cigarrillo de su pitillera de plata y lo encendió. Se sentó de mala gana en uno de los butacones, lejos de la mesa, y aspiró el cigarrillo con ansias.
Rose Bennet estaba indignada. Indignada con el mayordomo por haber informado al nuevo custodio de su inminente partida e indignada con Arthur. Sobre todo indignada con Arthur. ¿Cómo se atrevía a prohibirle salir de la propiedad? No, mejor dicho: ¿cómo se atrevía a prohibirle algo? —¿Qué ha dicho?
—Que ningún carruaje saldrá de la propiedad sin que él lo ordene, miladi —repitió el mayordomo por tercera vez.
Lady Ruedas intentó no sofocarse, pero la rabia que sintió en esos momentos hizo que le hirviera la sangre. Rodó del vestíbulo hasta el elevador, dejando atrás al asustado mayordomo y a la atribulada doncella y subió hasta la segunda planta ella sola. Con los labios apretados se dirigió al ala norte de la propiedad y entró en la biblioteca sin tocar a la puerta. Su corazón estuvo a punto de salírsele del pecho en cuanto vio a Arthur sentado con las piernas abiertas en el sillón y el cuerpo encorvado hacia un cigarrillo a medio consumir. No tenía buena cara, pero estaba abrumadoramente atractivo con esa actitud de hombre malhumorado.
—¿Le apetece un té? —preguntó ella entre enfadada y embelesada, intentando empezar la conversación con buen pie.
—¿Por qué ha entrado aquí, miladi? —replicó él con brusquedad y eso la puso de malhumor. Sabía que no tenía por qué alegrarse de verla, pero por lo menos podía ser cortés.
—¿También tengo que pedirle permiso para entrar en la biblioteca de mi propia casa, Almirante? —dijo, haciendo un inconmensurable esfuerzo por no alterar la voz.
—Sí —Arthur cerró las piernas, se puso de pie y dejó el cigarrillo sobre uno de los ceniceros de la sala, alejándose de ella—. Porque yo estoy dentro de la biblioteca de su casa, miladi.
—Lleva aquí encerrado más de una semana, milord —Él la miró como si acabara de decirle que el sol había salido por el este esa mañana.
—¿Ha venido para hablar de obviedades? Porque si es así, permítame sumarme a sus intenciones y decirle que está obstaculizando mi trabajo —Arthur apagó el cigarrillo, se acercó a la mesa en la que habían muchos planos extendidos y cogió un artilugio entre sus manos, ignorándola deliberadamente.
Rose no recordaba la última vez que alguien había sido tan desconsiderado con ella. Había tolerado burlas, condescendencia y lástima hacia su persona; pero nunca desconsideración. Era evidente que el Almirante no sentía ni una pizca de lástima hacia su persona y eso la enorgulleció en el fondo de su corazón. Claro que el orgullo no era equiparable a la irritación que sentía y por eso avanzó con la silla hasta llegar al lado de él. —He venido para pedirle que deje de inmiscuirse en mis asuntos, Almirante.
—Eso es imposible.
—¿Imposible? No necesito su autorización para ir a York, milord. Mi hermano jamás me lo prohibió.
—Se equivoca, miladi —continuó hablando él sin mirarla, repentinamente ocupado con la cartografía—. Sí necesita mi autorización y yo no soy su hermano.
—¡Desde luego que no lo es! No es nada más que un intruso en esta casa y en mi vida, eso lo sé muy bien, Almirante. Pero le agradecería mucho que dejara de hablarme como si yo fuera un miembro de su tripulación, porque ni estoy bajo su mando ni acato órdenes. Si no da la orden de que preparen mi carruaje, iré a York por mis propios medios. Tenga un buen día, Almirante —Rose se giró, dispuesta a ir a York donde la señora Baker la estaba esperando para empezar a preparar la merienda benéfica. Debían comprar cantidades ingentes de harina y de azúcar y luego harían uso de los hornos de la señora Baker para aligerar el trabajo.
—Puede saberse qué hay en York, miladi —oyó la voz de Arthur detrás de ella, menos áspera.
Lo miró furiosa, y negó con la cabeza. —No pienso decírselo, Almirante —negó con contundencia, temerosa de que Arthur estropeara sus planes en cuanto a la merienda.
—No va a ir. Si es necesario, haré que la encierren en su habitación —se impuso Arthur, dando un paso hacia ella. En aquel momento, Rose lo odió con todas sus fuerzas. Rodó hasta la mesa de los mapas, apoyó las manos en la madera y se levantó de la silla.
—¿Qué hace, miladi? —Arthur corrió a su lado, confundido.
—¿Me estaría prohibiendo salir si estuviera a esta altura? ¿Me considera vulnerable y por eso pretende encerrarme en mi habitación? Sé que no me tiene lástima y se lo agradezco, pero estoy convencida de que mi silla de ruedas lo empuja a tomar decisiones drásticas.
...Continuará...
Ya los amo... Los amo demasiado, y están a punto de coronarse como una de mis parejas favoritas.
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Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...