Capítulo 6.2

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El nuevo custodio de York observó como Rose se erguía con la ayuda de sus brazos sobre la mesa y simulaba estar de pie

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El nuevo custodio de York observó como Rose se erguía con la ayuda de sus brazos sobre la mesa y simulaba estar de pie. —No la considero vulnerable —murmuró desconcertado. 

—Entonces, ¿es solo un alarde machista? —la oyó decir, molesta, con los labios apretados y el ceño medio fruncido a punto de perder el equilibrio. 

—Permítame que la ayude. 

—¡No, apártese de mí! Puedo yo sola —Rose hizo un gesto para apartarlo y volver a sentarse, pero perdió el control de su cuerpo y se precipitó al aire. 

Dos fuertes manos en su cintura impidieron que se cayera al suelo y ella gimió en respuesta, como si un balde de agua hirviendo le hubiera caído encima. El amplio torso de Arthur quedó a escasos centímetros de su rostro y el olor a jabón masculino la envolvió. Levantó la cabeza poco a poco, intimidada, y los ojos grises la atravesaron con intensidad, leyéndole el alma. El rojo escarlata cubrió sus mejillas y contuvo el aliento. 

La pequeña estatura de Rose le permitió una visión completa de su cabeza y de sus pechos pequeños, apretados en un vestido azul claro. Olía a rosas, a delicias dulces. La había tomado entre sus manos para protegerla, pero se dio cuenta de la dolorosa situación en la que se había metido y no podía dejar de mirarla. —Almirante —susurró ella, mirándolo fijamente, abriendo su boquita de color melocotón. 

—Sus ojos, miladi.

—¿Qué les ocurre? 

—Son del color del mar, miladi —respondió él, navegando por los ojos de Rose como si en ellos existiera todo un océano aparte, sin guerras ni destrucción. Rose bajó la mirada, completamente azorada y frágil; dándole a entender que acababa de decir una locura—. Disculpe mis desvaríos—se retractó de inmediato, retomando el control de su martirizado cuerpo y de sus maltrechos sentimientos. 

Arthur la sentó en la silla con delicadeza y se alejó hasta el otro extremo de la biblioteca, respirando con dificultad. —Si lo desea, puede acompañarme a York —dijo lady Bennet después de un largo y tenso silencio—. Pero con la condición de que no baje del carruaje ni haga preguntas. 

¡York, York! ¿Qué diantres había allí para que insistiera tanto en ir? ¿Y a qué venía tanto secretismo?—Lo que me pide es absurdo y una pérdida de tiempo —quiso seguir negándose—. Tengo ocupaciones que no pueden ser pospuestas por los caprichos de una dama. 

—O viene conmigo en esas condiciones o voy sola, Almirante. 

Lo retó con la mirada, achinando sus ojos. —El hombre que la subestime es un necio —susurró él con amargura—. Debería encerrarla en su alcoba y tirar la llave por la ventana hasta que regrese su hermano. 

—Pero no lo hará.

Arthur suplicó a Dios para que Rose no se diera cuenta de que lo tenía colgando en sus manos, pero la sonrisa de la dama le hizo sospechar de que quizás ya era demasiado tarde. 

Lady Ruedas y el CondeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora