La feria de otoño era naranja, roja y amarilla. York se había llenado de artesanías de barro, cobre, orfebrería y lana. Los habitantes del pueblo y los participantes vestían de naranja y el suelo estaba lleno de hojas de los árboles en consonancia con el evento. Era una ocasión única, original y que siempre conseguía llenar el corazón de Rose de exaltación.
—¿No es bonito, Almirante? —preguntó a sus espaldas, donde andaba Arthur a unos pasos por detrás. No hubo respuesta. Rose miró de reojo al hombre de hierro, era el único que vestía de negro absoluto. Y llamaba mucho la atención, sobre todo la de las féminas.
—Es muy bonito, miladi —comentó Sandra, que la ayudaba a empujar de la silla—. Mire, allí esta el puesto de fruslerías que tanto le agrada.
—¡Oh, es cierto! Y está la señora Green, como cada año. Almirante, la señora Green viene expresamente para la feria. Ella vive en un pueblo muy pequeño a unas veinte millas de aquí —explicó Rose mientras rodaba con énfasis.
Un gruñido y un ruido ensordecedor de pasos de tres lacayos vestidos de paisanos que los acompañaban por seguridad sonaron por toda respuesta a la explicación de la dama. Arthur no sabía muy bien por qué había accedido tan fácilmente a la idea de pasearse por una feria de pueblo, pero lo cierto era que llevaba años sin hacer una actividad al aire libre. Después de pasar tantos años en la marina, entre millas de océano y puertos sofocantes, pasear libremente por las calles de una localidad como York le había parecido una buena idea. Necesitaba aire, relajarse. Y, sobre todo, olvidarse del asunto del compromiso de Rose.
—¡Lady Bennet! —gritó una mujer entrada en carnes con el pelo rojo y ondulado—. ¡Qué gusto verla!
—Señora Green, el gusto es mío. No sabe cuánto me alegra verla bien y verla de regreso a York, con sus maravillosas creaciones.
Arthur enarcó una ceja y miró los pendientes, collares, anillos y coronas de alambre de latón. No eran más que baratijas elaboradas con materiales de ínfima calidad. Una mujer como Rose no necesitaba esa clase de adornos, tenía joyas de mucho más valor. En cambio, parecía tan entusiasmada como si estuviera en una joyería de Londres.
La observó comprar un par de pendientes de alambre con tela y unas pulseras de perlas de porcelana. El futuro Conde de Cornwall torció la boca hacia abajo y se fijó en una corona de flores secas. La corona tenía colores naranjas y rosados, propios de las rosas al desecarse. —¿Cuánto por esta corona? —preguntó con la mirada puesta en el adorno, sin darse cuenta del asombro que acababa de causar en los que le rodeaban.
—Para usted, milord, es un regalo —titubeó la señora Green ante la imponente figura del Almirante.
Rose observó con curiosidad y desconcierto a Arthur. Y su sentimiento fue compartido con el del resto de los presentes. Claro que todos se encargaron de disimularlo muy bien, menos ella.
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Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...