Arthur no solo estaba enfadado, estaba furioso consigo mismo. Y las risas de Rose y el niño no lo ayudaron a sentirse mejor. Entró en la biblioteca del ala norte con violencia y se sirvió una copa de líquido naranja con ansiedad.
«Burlado por un maldito crío».
Pensó con amargura, decidido a duplicar la seguridad de la propiedad al día siguiente. El Conde de York había sido demasiado permisivo. No solo permisivo, absurdo. Tan absurdo que su hermana se había convertido en una mujercita insoportable y rebelde. Miró sus muñecas adoloridas por el impacto del cuerpo de Rose sobre ellas y negó con la cabeza.
«Dichosa mujer».
Refunfuñó para sus adentros y se tragó el contenido de la copa de una sola sentada. ¡Lo había besado! ¡Rose había tenido la desvergüenza de tomarlo por el rostro y besarlo! No sabía cómo sentirse, pero le quemaban los labios. Y, sobre todo, le quemaba la consciencia. Besar a su protegida era un acto deshonroso e impropio de su personalidad. Además, acercarse a Rose, suponía un atentado contra todos lo esfuerzos que había hecho durante ocho años para mantenerse lejos de ella.
¡Caray! No solo había respondido a su beso, sino que la había devorado como un animal. Y parte de la servidumbre había sido testigo de ese terrible acto. No le extrañaría nada que el Conde lo retara a un duelo a su regreso. Claro que existía la posibilidad de que Rose lloriqueara y Joseph terminara perdonándolos a los dos. En cualquiera de los dos casos, él perdería su autoridad y a un valioso amigo.
«¡Maldición!».
Dejó la copa encima de la licorera y se sentó en el sillón para fumarse un cigarrillo. Las risas de Rose y del niño, sumadas a las de la doncella, seguían llegando a sus oídos. ¿Acaso no había ordenado que el intruso abandonara la propiedad cuanto antes? ¡Esa bendita mujer no hacía otra cosa que retarlo! Se imaginó a sí mismo bajando las escaleras para imponer orden, pero en lugar de eso tomó una profunda calada de su cigarro. Tal y como había imaginado, esa era la peor de las batallas que había vivido hasta entonces.
Luchar contra el corazón era casi imposible. Y si alguien lograba hacerlo, como en su caso, era a cambio de endurecerse hasta el punto de parecer inhumano.
Cerró los ojos con el objetivo de no pensar en nada.
Y no funcionó. Las imágenes de Rose en bata de dormir y con el pelo alborotado lo azotaron, provocándole una dura tensión entre los pantalones. La imaginó entre sus brazos, frágil y temblorosa, virgen. Y deseó penetrarla. Soñó despierto con hacerlo mientras ella retozaba de placer. Sin embargo, y como siempre, su sueño se detuvo en el momento de la eyaculación. ¿Y si no era capaz de retirarse a tiempo? ¿Y si la dejaba embarazada? ¿Y si luego moría por su estúpido y egoísta deseo?
Soltó el aire por la nariz con fuerza y recordó la última vez que la vio antes de partir a la marina:
Ella estaba en un rincón de la fiesta. Como siempre, sola. Pero firme. Quiso acercarse e invitarla a bailar en el jardín como tantas veces lo habían hecho ambos durante esa temporada social. Ese era su secreto, algo entre los dos. Un par de bailes bajo la luz de la luna y un beso a escondidas. Estaba enamorado de ella, de su conversación inteligente y de su belleza inusual. Y pretendía pedirle la mano. Su padre, el Conde de Cornwall, quería que siguiera con los estudios universitarios. Algo muy lógico, por lo que al terminarlos se casaría con ella. De mientras, serían felices con un cortejo formal. Eso si lo aceptaba, claro.
—¿Ya lo has oído, Arthur? —le dijo su padre a su derecha, también invitado en la fiesta de sociedad londinense.
—¿El qué, padre?
—Una de las amigas de tu tía Faith ha muerto durante el parto. Tu tía está muy afectada y deberé regresar a Cornwall para ofrecerle mi consuelo.
—Lo comprendo, padre. Una gran pérdida. Pero, ¿cuál de sus amigas?
—Pilly, Arthur —negó con la cabeza el Conde de Cornwall—. Doy gracias a Dios de que tu tía Faith nunca se casó.
Arthur abrió los ojos al recordar a Pilly, una mujer en silla de ruedas que se había hecho amiga de su tía por el hecho de compartir inquietudes similares. Ambas se habían consolado en los peores momentos y había sido precisamente su tía quien había animado a Pilly a casarse. Y, ahora... estaba muerta. Por un embarazo.
Tocó la cajetilla con la alianza que había comprado a Rose a través de la tela de su pantalón y miró hacia Rose con miedo. Jamás podría hacerle algo así, no a ella.
—¡Eh! ¿A dónde vas, Arthur? —le reclamó su padre en cuanto dio media vuelta y empezó a alejarse.
—Lejos, papá... Muy lejos.
¡Hola Mis Astros Bellos! Ya os dije que a partir de ahora la cosa empieza a liarse...
¡Sígueme si no lo haces, es gratis!
Vota y comenta (leo todos los comentarios)
ESTÁS LEYENDO
Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...