El aguacero siguió cayendo con brío contra las ventanas de la panadería cuando Arthur se quedó inmóvil contra el cuerpo de Rose. Ella lo tenía atrapado entre sus diminutos brazos. Podría haberse zafado con evidente facilidad. Pero fue incapaz. Quedó sometido por su mirada azul, inocente y amorosa. Subyugado por su dulce voz y sus palabras acertadas. Él seguía siendo ese joven enamorado de Rose Bennet detrás de sus muchas capas de terquedad. Estaba enamorado de su perfume, del movimiento de su pelo, de sus sonrisas, de sus gestos, de su forma de ser. Enamorado de ella.
Dejó de mirarla directamente a los ojos y advirtió la boquita rosada que tenía a escasos centímetros de la suya. Hasta ahora había sido Rose la que se había adelantado. Esa vez, no. Sin pensarlo mucho, Arthur se cernió sobre ese par de pedacitos de carne y los saboreó con placer. Los besó poco a poco para no perderse nada. Memorizando cada pliegue de sus labios y reteniendo su sabor dulzón. Por unos instantes, el mundo se detuvo. Y dejó de sonar.
Rose gimió ante la iniciativa de Arthur y lo correspondió apretándolo más contra ella. Se dejó besar y abrió la boca para permitirle el paso. Él accedió con lentitud dolorosa y se aceleró una vez adentro. Las dos lenguas se unieron en un baile eufórico y húmedo, haciendo tanto ruido como lo hacía la lluvia sobre la panadería. Se sintió poderosa, femenina y deseada. Arthur se sometía a ella con facilidad a pesar de su aparente rudeza y de sus escasas palabras.
Él la rodeó con los brazos, una mano cerrada sobre la nuca, la otra abierta en la espalda por debajo de la cintura, estrechándola contra él. Ella se apoyó más en su musculoso cuerpo, encendido de la cabeza a los pies, tenso y fibroso.
—Arthur —jadeó con el rostro encendido cuando él abandonó sus labios y le empezó a mordisquear el cuello.
«Arthur» oyó él, y enloqueció. Su nombre en la boca de Rose le pareció lo más exquisito que había experimentado en años. —Te deseo —confesó él con un gruñido y los ojos cargados de pasión—. Te deseo en mi cama, deseo meterme aquí —La tocó en la intimidad por encima del vestido todavía mojado por la lluvia.
Ella tembló de agónico placer al oír esa confesión y lo besó con ardor contenido. —Quítame esta ropa mojada —le pidió y él obedeció.
La panadería seguía caliente por los hornos que se habían encendido esa madrugada y los sacos los cubrían de las miradas indiscretas desde la calle, además de ofrecerles un lecho muy cómodo. Nadie sabía que ellos dos estaban allí, y la tormenta estaba en su máximo apogeo, por lo que era improbable que alguien entrara. El pueblo entero debía de estar refugiado.
Con sus ágiles y expertos dedos le quitó las horquillas del moño desecho y los cabellos cayeron en cascada sobre los hombros, sedosos y rubios. Deslizó la mano por el pelo mojado, pero no le quitó la corona de rosas. La cogió por la nuca y le ladeó la cabeza para besarla. Le cogió todo el labio superior con la boca, succionándoselo. Le quitó la camisa del vestido, la tiró a un lado y comenzó a deslizarle la falda por sus piernas hasta dejarla caer al suelo. Debajo llevaba camisola y corsé y Arthur miró esas dos piezas de ropa irritado. —Quítamelo todo —insistió ella, dulce y temblorosa, ruborizada hasta el nacimiento del pelo—. La puerta está atrancada con la silla —le recordó—. Quiero que me veas desnuda, quiero que sepas que soy una mujer.
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Lady Ruedas y el Conde
Historical FictionRetirada para su edición y venta en Amazon. El amor no mira con los ojos, sino con el alma. Rose Bennet, hermana del conde de York, tendría que haber sido una de las damas más solicitadas de toda Inglaterra y no una solterona oficial: es bella, saga...