Capítulo 9.1

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La noche cayó tan pesada como Rose en la cama

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La noche cayó tan pesada como Rose en la cama. Quedó dormida en cuestión de segundos, agotada y complacida por el éxito de la merienda. Sin embargo, un fuerte ruido la despertó con violencia. 

—¿Sandra? —preguntó a la oscuridad de su habitación, pero nadie respondió. Se incorporó y buscó las cerillas para prender la vela de su mesita de noche. En cuanto la luz la ayudó a calmar su sobresalto, comprobó que no había nadie en su recámara. Se llevó la mano sobre el pecho y agudizó sus sentidos, dándose cuenta de que los ruidos seguían ahí, pero más lejos. Quizás en la primera planta o, incluso, en las cocinas. ¿Quién o qué podría ser a esas horas? Se preguntó, mirando al reloj de pared, que marcaba las tres de la noche. 

Hizo sonar la campanilla un par de veces, pero nadie acudió a su llamada. ¡Qué extraño! Incapaz de volver a conciliar el sueño y guiada por la curiosidad, se sentó en la silla de ruedas con la ayuda del pasamanos de su cama, se colocó una bata por encima y rodó hacia el pasillo. Todo estaba a oscuras, tan solo unas pocas velas alumbraban la propiedad. Achinó los ojos en dirección a la primera planta, concentrada en vislumbrar algo que la sacara de dudas.  

Un escalofrío le recorrió la nuca, poniéndole el vello de punta. —Shh —oyó a sus espaldas después de que una mano le tapara la boca con firmeza. La idea de que un bandido estuviera a punto de violentarla la hizo temblar. ¿Y si había pecado de demasiado confiada? ¿Y si Arthur había acertado en sus apreciaciones y alguno de los invitados se había colado en la mansión con malas intenciones?—. Soy yo. 

«Soy yo». 

Esa voz la golpeó. 

Y la hizo sentir protegida al mismo tiempo. 

Rose permaneció quieta, olvidándose de los ruidos extraños, y olió el perfume masculino de Arthur. Aquellas manos sobre ella le parecieron lo más exquisito que había experimentado en mucho tiempo... desde aquel bendito beso.

—Quédese aquí —le susurró en la oreja el Almirante y la soltó, provocándole un dolor inmenso al separarse. 

Lo observó acercarse a la escalera principal con actitud resuelta y una mano en el cinto, Rose supuso que llevaba un revólver, pero no lo vio. Estuvo tentada de seguirle, pero decidió ser prudente y esperar. Si por su culpa, algo grave llegara a suceder, no se lo perdonaría nunca. Asustada por los ruidos incesantes en la primera planta, se acercó a la baranda un poco más para ver mejor. Indudablemente, había alguien allí abajo y Arthur no tardó en desenfundar el revólver y apuntar en dirección a la figura que se movía cerca del recibidor. Rose tragó saliva, no sabía si estaba preparada para presenciar la muerte inminente de una persona; o peor aún, no sabía si estaba preparada para acarrear con la culpa de ella. ¡Oh, debería de haber escuchado a Arthur! 

La figura siguió moviéndose y Rose oyó el seguro del arma, el corazón se le apretó en un puño. Arthur estaba dispuesto a disparar. Entonces, la luz de la luna entró por la claraboya del techo del recibidor y la sombra amenazadora se transformó en un niño. —¡No! —gritó ella al reconocer al hijo de esa familia de York con la que había estado hablando durante la tarde. Fue tanto el miedo de que esa pequeña criatura resultara herida que se abalanzó sobre la baranda con un golpe seco. La madera de la balaustrada se resquebrajó. 

Lady Ruedas y el CondeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora