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Había pasado los discos de la cuarta caja, al menos ocho veces. Sabía que la discreción no era lo suyo, jamás había podido disimular cuando se trataba de una chica. Y aquella chica era más bella que cualquiera que hubiera visto. Por el modo en que se movía entre las mesas de la venta de jardín, ya se había dado cuenta hacía rato de su escrutinio.

Llevaba lentes de sol, grandes y oscuros, así que no sabía hacia donde miraba ni de qué color eran sus ojos. Estaba seguro de que lo había mirado. Asumía que tendría unos diecisiete o dieciocho años. Tenía los labios rojos y jugaba con un chupetín, coquetamente.

Era evidente, se dijo, obvio que sabía que la estaba mirando.

Pensó en cómo se veía él, mientras volvía a pasar los discos de atrás hacia adelante. No se había afeitado en mucho tiempo y su abdomen no era una tabla de lavar, justamente. Según sus padres, eso sucedía una vez que pasaba el año en un trabajo estable. "Eso es volverse hombre, ganar pancita".

La muchacha caminó hasta la otra punta de la mesa en la que él se encontraba y revolvió los artículos desparramados por sobre la tabla de madera. Se quitó el sombrero que tenía puesto, se probó un par que estaban a la venta, y volvió a acomodarse el propio.

Llegó a su lado y él sintió una ligera incomodidad, cuando la desconocida invadió su espacio personal, apoyándose contra su hombro zurdo y repasando los discos. Sacó uno de Frank Sinatra y se lo puso frente a la cara.

-Ten -él la miró, completamente desconcertado-. Te estaba costando elegir, éste es bueno.

Él estiró la mano, para tomar el disco, pero ella lo alejó en un movimiento veloz. Besó una esquina de la tapa y se lo entregó nuevamente.

-Nos vemos -sonrió, cuando Mauro tomó el vinilo.

Sin darle la oportunidad de decir nada, se alejó por la calle, hasta donde una bicicleta con canasta la esperaba. Se alejó pedaleando y sosteniéndose el sombrero de verano.

Bajo la pielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora