En el aeropuerto atestado de gente, una rubia increíblemente corriente esperaba en la fila para ser atendida. Tenía una melena de rizos pálidos, acomodados de forma que un lado de su cabeza quedara descubierto y el otro atestado de cabello. Unas enormes gafas de sol ocultaban sus ojos y un jardinero de piernas cortas dejaba a la vista sus estilizadas piernas. No llevaba más que una maleta de mano, pequeña, y una jaula pequeña con un conejo.
A su lado, un muchacho rapado y con cejas castañas, arrastraba una valija grande.
Entregaron al animalito y la maleta enorme que llevaba aquel joven de ojos cansados y ojos mansos. Una nueva fila los esperaba, esta vez, corta.
"Yo me encargo del dinero, tú encárgate de los papeles".
—¿Me permite su pasaporte? —ella se lo entregó al tiempo que explotaba una burbuja de chicle—. Helena Karaseva —leyó el hombre con extrañeza, a lo que la blonda comenzó a transpirar—. Que apellido más extraño —sonrió.
Al cabo de un segundo, ella se encontraba al otro lado del "que tenga buen viaje".
"Saluda a Helena Karaseva, Joaquín Sordó".
Se sentaron en las sillas a esperar que se hiciera la hora. Aún quedaban cuarenta minutos para el abordaje. La muchacha observó los grandes ventanales de su ciudad y luego al hombre a su lado, quien tenía los hombros caídos y la mirada fija en las hebras de la alfombra que cubría el suelo.
No quería preguntarle si estaba bien, por temor a que le dijera que no. Se limitó a estirar la mano y entrelazar los dedos con los de él. Sus ojos se encontraron, ambos rostros con una suave sonrisa, ambos rostros surcados por lágrimas.

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Bajo la piel
عاطفيةHay quién recomienda no hablar de trabajo en la primera cita. En el caso de Dolores, es ahí por donde debería empezar.