12. El hombre de la mafia

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Evelyn Zamora.

A la mañana siguiente.

Desperté. La cabeza me dolía demasiado, podía imaginarme que se debe a las desveladas que he tenido últimamente.

Marisol continuaba durmiendo, intenta recuperar sus horas de sueño. Desearía ser ella. Me levante de la cama con cuidado de no despertarla y salí de la habitación para reaccionar la tarea que me asignó la doctora.

Cuando baje las escaleras me dirigí a la cocina para beber un poco de agua. Luego de un momento continúe caminando hasta la habitación en dónde se encontraba Diego. En el camino me encontré a la señora Zulema, llevaba la ropa que estaba manchada de la sangre de su hijo.

—¡Buenos días, Evelyn! —Me saludó con una cálida sonrisa.

—Buen día, Zulema —contesté amablemente—. No esperaba verla despierta tan temprano.

En una conversación que tuvimos me pidió que solo la llamara por su nombre. Hay momentos en los que eso se me olvida y le digo señora, pero con el tiempo me he ido acostumbrando.

—Vine por la ropa de mi hijo. Veremos si se puede rescatar o pasa a mejor vida —soltó una pequeña risa y la acompañé—. Me imagino que vas a verlo —asentí—. Diego en la noche pidió que lo llevaran a su habitación, no quería estar solo aquí.

Maldito, te mataré.

—En ese caso, volveré a subir —respondí cansada, pero con una sonrisa—. Gracias por comentarme antes de llegar.

Zulema asintió y continúo caminando con aquella ropa. Tomé un poco de aire, me giré y comencé a subir las escaleras. ¿A ese hombre que le costaba escribirme diciendo que lo han llevado a su habitación?

Una vez que llegué, comencé a regularizar mi respiración, y después toqué la puerta. Cuando obtuve una respuesta entré y cerré la puerta con cuidado.

Diego estaba en la cama, revisando su celular y escuchando música. Cuando sintió mi presencia me miró y una pequeña sonrisa se formó en sus labios.

—Buenos días —saludé—. No te costaba nada decirme que estarías en tu habitación. Nos ahorraríamos mucho.

—Buen día —contestó. Una sonrisa comenzó a formarse en sus labios al escuchar mis reclamos—. Me disculpó con usted, majestad. Pensé que le haría bien hacer un poco de ejercicio.

—¡Diego, no seas payaso! —Rodé los ojos. Él sabe que odio que haga ese tipo de comentarios—. Además, hago ejercicio todo el tiempo.

—¿Su majestad me ha negado el perdón? —Comencé a entrecerrar los ojos. Definitivamente, quería golpearlo—. Amanecimos de malas, pues.

Hay momentos en los que me dan ganas de matar a este hombre. Hace y dice cada cosa. Siempre lo voy a decir: es malo cuando está de buenas.

—Ayer no habrías hecho ese tipo de comentarios —reproché y solté un suspiro—. Te estabas muriendo.

No esperé una respuesta, me acerqué a él y comencé a revisar lo que la doctora me pidió. Él estaba muy bien y su humor lo dejaba claro.

—¿No te molesta el hilo con el que cocieron las heridas? —Pregunté con tranquilidad. Él negó—. Está bien. En la tarde te cambiaré el vendaje.

—¿Momia o qué? —Me preguntó con ese tono divertido. Puse los ojos en blanco.

Terminé de revisarlo, tomé un poco de aire y comencé a dar unos pasos para salir de la habitación. Diego tomó mi mano y me hizo sentarme a su lado.

Amores ProhibidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora