VI. Erik

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Evie había decidido salir a desayunar al jardín. Siempre había vivido en un piso, así que aquella experiencia le recordó a cuando era una niña y se iba de vacaciones con sus padres a casitas rurales. Hacía mucho que no se estiraba bajo el suave sol de la mañana –en gran parte porque odiaba madrugar–.

Aquella mañana había tenido que levantarse antes de lo que ella hubiera querido puesto que había quedado con Alexander, David y Mikael para intentar averiguar dónde estaba Eról, o por lo menos, qué había sido de él.

Habían decidido no involucrar a más gente para no llamar la atención, aunque todos estaban de acuerdo en que compartirían cualquier descubrimiento con los demás.

Echaba en falta a Lía y a Neil, aunque parte de ella se alegraba de que ésta primera no estuviera; no se parecían demasiado físicamente, pero siempre le recordaba a Gael. Tenían muchos gestos idénticos que dejaba claro que eran hermanos y...

PAM

Evie pegó un salto al oír un golpe seco tras ella. Se dio la vuelta blandiendo el único arma que tenía a su alcance: la cuchara de los cereales.

Suspiró tranquila al ver que solo era un pobre kiéver; se había chocado contra algo y había caído a unos pasos de ella.

«Si llega a ser un ferno o cualquier otra criatura, ¡menos mal que tenía una cuchara!» —pensó irónicamente al ser consciente de lo ridícula que parecía con ella—. «Espero que no me haya visto nadie...»

Dejó su poco útil arma y se acercó al animalito, que estaba aturdido en el suelo e intentaba levantarse sin éxito. El pobrecillo tenía un cuerno desmesurado para su tamaño en comparación a otros kiévers, e Evie pensó que seguramente no sería ni la primera ni la última vez que eso le causase problemas.

Se agachó y colocó sus manos sobre él: cerró los ojos y se concentró en la energía que fluía entre ambos. Se alegró al ver que ese acto ya no le suponía esfuerzo alguno y enseguida notó que tenía un ala y una patita rotas.

Dejó que la energía curativa atravesara sus manos y se adentrase en el kiéver, que parecía saber lo que le estaba haciendo y se había tranquilizado. No eran animales domésticos, pero los terrenales no podían verlos –y por tanto no podían hacerles daño–, y los solares siempre habían convivido pacíficamente con ellos. Nadie osaría hacerles nada malo. Tras muchas generaciones ayudándoles, los kiéver parecían confiar instintivamente en ellos.

Cuando ya estaba totalmente curado, abrió los ojos al mismo tiempo que el kiéver se ponía de pie en sus manos. Pareció mirarla directamente a los ojos un instante, y luego echó a volar.

«Mucha suerte, pequeñín».

Tras ver la hora, Evie se terminó rápidamente su desayuno y entró en casa para prepararse y salir al encuentro de los chicos

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Tras ver la hora, Evie se terminó rápidamente su desayuno y entró en casa para prepararse y salir al encuentro de los chicos.

El asunto pintaba mal, pero tenía la esperanza de poder encontrar a Eról y tal vez incluso sacarle algo de información.


Los ojos del Bosque (libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora