XXXIV. Batalla final

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La sanadora fue presa del pánico; tenía que llegar a sus padres lo antes posible. Sin pensárselo dos veces, usó el poder de la luz para llegar a la Ciudad de Arena, y, para su asombro, fue capaz de llegar de un solo salto. Sonrió, triunfal, y se sintió orgullosa de lo fuerte que había llegado a ser, pero la alegría apenas duró un par de segundos puesto que sus padres corrían un enorme peligro.

Volvió a usar la luz para llegar a la plaza de la Casa del Norte, y cuando llegó sus peores miedos se hicieron realidad: unos pocos guardianes y sanadores protegían de Sheol –a duras penas– a un grupo de gente entre la que se incluían sus padres.

El padre de todos los demonios lanzaba furibundas llamaradas que estallaban contra el escudo que habían creado los sanadores, y éste estaba a punto de resquebrajarse.

Evie volvió a moverse con la luz y apareció entre Sheol y ellos justo a tiempo de detener una llamarada que habría terminado de romper su defensa. Estuvo apunto de caer hacia atrás; el golpe que le había asestado era más fuerte que nada que hubiera sentido nunca antes. Pero pisó firmemente el suelo y miró al padre de los demonios con rabia, dispuesta a darlo todo por salvar a los suyos.

—¡¡Detén esta lucha sinsentido!! —gritó Evie.

—¡No! ¡No pienso detenerme! —respondió Sheol hecho una furia—. ¡Apártate o muere con ellos! —amenazó.

Evie no respondió pero volvió a levantar un escudo frente a ella, dejando claras sus intenciones.

—Así sea —dijo Sheol casi con pena.

Extendió las manos hacia los lados y cerró los ojos; Evie dudó puesto que no sabía qué esperar. Entonces vio que a pesar de ser de día la arena brillaba a su alrededor y parecía estar pasando a través de sus pies hacia sus manos. En sus palmas comenzaba a acumularse una luz cegadora incluso para un solar, y temió lo peor.

De repente notó una mano en su hombro y un súbito torrente de energía, haciéndole más y más fuerte cada vez, y miró hacia atrás; Mikael, Nina, Alexander, David –se sorprendió al ver al hermano de Erik por primera vez desde hacía tanto–, y más sanadores que no conocía habían unido sus manos formando una especie de cadena humana, y todos parecían estar fortaleciendo el escudo de Evie.

Sonrió llena de agradecimiento, pero se giró sin perder tiempo hacia su enemigo; tenían que prepararse para el ataque.

En cualquier batalla la primera línea siempre habrían sido los guardianes, pero, debido a que su enemigo no era otro que Sheol, pensó con tristeza cómo los únicos que podían llegar a hacer algo eran los sanadores. O, mejor dicho: defenderse era todo a lo que podían aspirar.

Aquello no era una batalla; era un exterminio.

Reforzó su escudo todo lo que pudo justo a tiempo para parar a duras penas un brutal golpe; Sheol había lanzado dos enormes bolas cegadoras contra ellos, explotando al chocar contra la barrera y agrietando el suelo y edificios a su alrededor debido a la onda expansiva. Evie abrió los ojos tras aquello y miró con terror su resquebrajado escudo.

Se giró y vio cómo los sanadores parecían estar al borde del agotamiento con tan solo un impacto, y supo que no podrían ganar. Sheol, por su parte, estaba acumulando luz de nuevo en sus manos.

—Es el fin —dijo Evie mientras unas lágrimas rodaban por sus mejillas. Mikael apretó su hombro en señal de consuelo y ella agarró su mano con cariño, agradecida por la vida que había tenido, por sus amigos, por Gael y por su familia, y esperó el final.

El segundo impacto llegó pocos segundos después y terminó de reventar el escudo, haciendo que todos salieran despedidos hacia atrás un par de metros.

Los ojos del Bosque (libro 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora