61. Ángel caído y demonio ascendente

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*Anderson Savage en imagen*

. . .

Abrí violentamente los ojos tras la horrible visión del día de ayer, encontrándome desnudo y boca abajo sobre la cama.

No pude dormir en toda la noche debido al terrible ardor de mi piel que seguía sanando, y cada vez que lo intentaba, cuando cerraba los ojos, revivía los recuerdos de la tortura.

Debí desmayarme del dolor porque no recuerdo lo que pasó después. Lo único que recuerdo es... el sufrimiento que pasé y el terror que sentí.

Temblé al revivir cada suceso, desde la quemadura hasta el rostro demoníaco de Nicolás.

Intenté incorporarme, siendo frenado por el suplicio de las quemaduras que aún necesitaban sanar. Me quejé, pero incluso así, me levanté sintiendo mi cuerpo temblar descontrolado y me di cuenta por el sonido metálico que aún tenía la cadena en el cuello.

Mi desconsuelo sólo duró hasta que mis ojos divisaron la llave del collar sobre la almohada, acomodada perfectamente como si hubiera sido puesta ahí a propósito.

Pero, ¿dónde estaba Nicolás?

Un escalofrío riguroso me recorrió desde la espalda baja hasta mi nuca, helándome la sangre.

Inseguro de mi entorno, inspeccioné con ojos cautelosos la recámara, la cuál estaba hecha un desastre. El armario estaba vomitado de ropa, zapatos y objetos personales regados en el piso, al igual que la ropa interior y los calcetines fuera de los cajones abiertos o colgando de ellos, los utensilios del tocador desordenados y los muebles removidos.

Alguien había puesto la habitación patas arriba y sabía perfectamente quién.

Me fijé en la maleta que solía estar bajo la cama, abierta y con todas mis cosas despojadas de su interior, incluyendo el teléfono negro que Nicolás me había dado, hecho pedazos.

No estaba preparado para verlo después de lo que había pasado. Todo... Se habían juntado tantas cosas que no tuve tiempo para procesarlas todas y entre ellas, recordé a Wendy.

Ella... ella murió... Y era mi culpa.

Una silenciosa lágrima cayó por mi mejilla y sorbí mi nariz, ahogado en remordimiento.

Miré la llave una vez más, tentándome por el simple hecho de estar a mi alcance, pero desvié mi afligida mirada y me abracé a mí mismo, negándome a tomarla.

Wendy, lo siento... Lo siento tanto.

Me sumergí en un llanto sin consuelo y me dejé caer derrotado sobre el colchón. No tenía la fuerza ni la voluntad para pararme, carecía del valor para enfrentar mi desdichada situación.

Me sentía como si el mundo se me hubiese caído encima.

Me quedé acostado por un largo tiempo con la inquietud de que mi malvado hermano apareciera. Las horas pasaron hasta después de la media noche y él aún no llegaba a casa.

Permanecí en ese mismo lugar, acompañado solamente por mi depresión. Transcurrieron dos días y después de tanto tiempo de permanecer despojado de alimento o ganas de vivir, un hambre voraz se apoderó de mí, castigando mis entrañas con un agudo dolor que me desgarraba el estómago.

La sensación se volvió tan insoportable que opté por levantarme después de haber estado acostado más de cuarenta y ocho horas y cogí la llave para abrir el candado de mi opresión.

Con las piernas atrofiadas y el cuerpo extremadamente débil, fui hacia la cocina apoyándome de la pared sin encontrar nada de comer, lo que significaba que tenía que salir a comprar algo si no quería morir de hambre.

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