Todos rotos

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Mi cuerpo parecía tener miles de toneladas. Quise llevar mi mano hacia la sabana que cubría mi cara. Una fuerza mayor me imposibilitaba el movimiento. Intenté mover el brazo izquierdo, las piernas, hasta mis párpados. Contenía la respiración al igual que la calma. Si bien estaba consciente que la noche anterior fue mi cumpleaños y el último recuerdo era la sonrisa de Selene, las sospechas aumentaron al creer que un día más había ganado.

 Silencio. Silencio. Nada más que silencio. No había alternativa que gritar. Con mi mayor esfuerzo y ya desesperado, al instante escuché a lo lejos la voz de Selene, acto seguido, sus conversaciones estaban resonando en mi mente. Escuché que no había otra alternativa que el agua.

—¡No! Otra vez no— dije de un salto.

Su sonrisa y mirada de alivio otra vez me dijeron que todo estaba bien.

—¿Sabes lo que esto significa? — preguntó exaltada.

—Que estoy vivo—respondí con la voz rasposa.

—Claro que sí, muchacho— agregó su padre mirando el televisor y moviendo el control remoto — estuviste en ese lugar desde ayer, y no te moviste. Creímos que habías...

—Papá. Basta— dijo Selene mirándolo seriamente.

—Estoy bien. Mucho más que bien— respondí finalmente.

—¿Alex... no... trabajas hoy? —preguntó su madre frunciendo el ceño.

Antes de llegar a omitir palabras, la mano de Selene me apretó fuerte el hombro.

—Si, mamá. Él trabaja y ya se está por ir, ¿No, Alex?

—Así es. Tengo que preparar mis cosas.

Me puse en pie y observé cómo todos permanecían inmóviles ante mi actitud. No había más que seguir mintiendo para salir del apuro. La verdad no era opción, era una lejanía, un futuro sin esperanzas.

El padre de Selene tenía un vehículo medianamente agradable a los ojos y al conductor. Un Chevrolet corsa que usaba de vez en cuando para trabajar de Uber. Selene, ante la situación quiso ayudar de una manera un poco arriesgada. Mintió como las mejores y en un descuido tomó las llaves del auto que se encontraban colgados en la entrada.

—Ni se te ocurra— dije al verla con los ojos saltones.

—Demasiado tarde para detenerme— dijo desafiante.

—¿Te volviste loca? ¡No sé manejar!

—¿Y quién dijo que ibas a manejar?

Su pregunta no quedo en mi mente, sino mi respuesta. ¿Acaso no sabía manejar? ¿Cuántas veces lo había hecho? Me acobardé y no dije nada de lo sucedido.

Tragué saliva. ¿Cómo iba a decirle que no me animaba a subir a ese coche? La veía tan chiquita e indefensa.

—¿No vas a subir? —preguntó después de mi silencio.

—Es que...

—Tranquilo. Tuve unas... cinco clases con mi hermano. En este auto, lo conozco muy bien.

—¿Y el registro de conducir?

—Acá— dijo señalando su cabeza— en mi conciencia.

Moví la cabeza y me crucé de brazos.

—De ninguna manera— dije plantándome sobre la puerta del auto.

Selene suspiró y volteó a ver la puerta de entrada. Luego, se acercó hacia mí.

Sin retornoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora