Parte 2

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-Mira -dice el detective, bajando la vista hacia la chica acurrucada en la camilla.
A pesar de la media docena de mantas, la pobre sigue temblando como cuando la sacaron del agua, hace una hora. Bob cree que, diez o quince minutos más en el lago y la chica tampoco habría sobrevivido.

-Sólo has de contar la verdad. La verdad no puede hacer daño...

Ella no contesta. Desde lo alto de la pared, unos altavoces emiten música navideña; teniendo en cuenta que están en el servicio de urgencias, le resulta de una irracionalidad casi obscena. Su mujer siempre le dice que es demasiado sensible para ser policía. -¿Katniss? Silencio. Los ojos de la chica miran algo que él no puede ver.

Él estaba allí cuando los submarinistas salieron a la superficie. La imagina concentrada en algo terrible, una verdadera pesadilla. Tiene la cara tan blanca que los labios, duros y morados, parecen lombrices muertas; el pelo le cae en hebras grises y lacias. Aun así, Pendleton advierte que es muy guapa y considerando todo lo que ha pasado a lo largo de los años y también ahora, condenadamente valiente. Tiene ese tipo de belleza etérea e inconsciente de algunas chicas con que te rompen el corazón. O el suyo.

-Katniss. Bob le cubre las manos delgadas y sin vida con las suyas. Tiene la piel fría y pálida como el cristal. Con el contacto, un temblor recorre el rostro de la chica. Sus ojos miran el vacío y él se agacha para atraer su mirada. -¿Cariño? -¿Estoy... estoy... detenida? Son las primeras palabras que pronuncia desde que la cogió de brazos de los submarinos e insistió en llevarla, medio congelada y tiritando, a la ambulancia. Su voz es vacilante y extraña.

-¿Voy a... i-i-i-ir a la c-c-cárcel? -No, no. Le estrecha suavemente la mano.

-Claro que no. No has hecho nada malo. Ha sido un accidente.  -¿Qué parte? -pregunta ella. Pendleton frunce el ceño.

-No te entiendo.-¿Qué parte ha sido un accidente? Sus ojos, de un impactante y brillante verde marino, se humedecen y una lágrima le rueda por la mejilla. ¿La de antes o la de después? ¿Antes o después de qué? pregunta él, pero ella se limita a menear la cabeza-. Katniss, tengo que saber qué ha ocurrido. -Hace una pausa-. ¿No lo entiendes? Aquí la víctima eres tú. Ella no responde.

-Mira, esto es lo que vamos a hacer. Pendleton rebusca en el bolsillo y saca una grabadora minúscula, no más grande que un paquete de chicles. Le muestra las teclas y lo que significan los símbolos que aparecen en la pantalla: los números, para las carpetas; las letras, para los archivos.

-Como los capítulos de un libro. He oído que te gustan los libros. -Y las películas -susurra ella. Me... me gustan las películas.

—Perfecto entonces. Habla en el aparatito tanto como quieras. Las enfermeras dicen que vas a estar aquí un buen rato, así que en un par de horas vendré a ver cómo teva. ¿Qué te parece? Ella estudia la grabadora y luego asiente.

—Vale.
—Buena chica. Pendleton le da unos golpecitos en la mano, se vuelve para marcharse y se detiene en la puerta. Más allá de la habitación, en el área de traumatología, todo es caos, apremio y movimiento: médicos con bata verde, el hedor a limpiador antiséptico, acarne moribunda y a sangre fresca, el tintineo del metal contra el metal, el pitido de los monitores y un murmullo inarticulado de voces superpuestas. Pendleton oye el agudo silbido de un mosquito y el grito seco del médico: ¡Despejen! Y luego... nada. Y más... nada. Cuando Pendleton vuelve a mirarla, podría apostar que ella también oye el silencio.

—Ya no queda nadie más que tú para contarlo le dice. Así que necesito la historia, Katniss. Necesito la verdad. El dolor de sus ojos desaparece y luego se enardece; por un momento, Pendleton ve a la mujer en la que se ha convertido y que aún no debería ser, no a los dieciséis años. Un aguijón ardiente de vergüenza se le clava en el pecho, como si hubiera entrado en la habitación de la chica sin llamar, y está a punto de apartar la vista. Ya -dice ella. Como si las dos fueran lo mismo.


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