Parte 50

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50: A.

La nieve estaba dura. Había muchas huellas de pisadas que recorrían el camino de ida y vuelta a la cabaña desde la última vez que había estado allí. Aunque me pareció que había transcurrido un siglo desde entonces, en realidad habían pasado sólo dos días. El caso es que me vino bien, porque no llevaba las raquetas. La primera cosa en la que me fijé al rodear la curva y ver la cabaña fue la ausencia de humo. Bueno, eso no significaba nada. Puede que Danielle no hubiera encendido el fuego. Pero a través de las ventanas sólo se veía oscuridad y la cabaña parecía tan desierta como la casa de Peeta. ¿Qué quería decir eso? ¿Habían pasado Danielle y David la noche del miércoles en la cabaña para marcharse el jueves o el viernes? ¿O había ido Danielle a ver a Peeta y él...? Tal vez sí fuera un vagabundo...
No, sabía que no era cierto, porque Peeta no había negado la presencia de Danielle en la cabaña. ¿No?¿Le había dado margen suficiente? La llave seguía en la jarra. La cogí, la encajé en la cerradura y la hice girar. La cabaña olía a sopa de tomate y melocotones. Había platos escurridos en la encimera, dos cuencos, dos cucharas, dos tazas y una sartén. ¿Danielle y David? ¿Danielle y Peeta? ¿Peeta y...? La cama estaba hecha, pero de forma descuidada, no como la dejábamos siempre nosotros. En el baño de arriba había dos toallas colgadas sobre la mampara de la ducha, un bote de champú Herbal Essences con aroma a melocotón vacío y una masijo de pelo rubio en la papelera, probablemente procedente de un cepillo. Danielle era rubia. Saqué los cabellos de la papelera con ayuda de un trozo de papel higiénico y luego pensé que tenía que guardarlos en algún sitio donde no se dañaran.
«Un sobre», se me ocurrió, y volví abajo. Me detuve frente a la chimenea. Quien quiera que la hubiera encendido por última vez había utilizado papel de periódico. Aún quedaba una sección junto al hogar y me agaché para comprobar la fecha: miércoles, la víspera de Acción de Gracias. El día en que Danielle y David habían desaparecido, el día antes de que yo viera la cara en la ventana. El cajón del escritorio estaba cerrado con llave. Dudé medio segundo y luego saque el cuchillo de los besos del bolsillo de los tejanos, donde lo había guardado justo antes de salir del coche. Metí la punta en la cerradura y la moví de un lado a otro sin muchas esperanzas. No pasó nada. Tal vez pudiera hacer palanca. La hoja era muy fina y se deslizó con facilidad a través de la estrecha ranura que quedaba entre el cajón y el escritorio. Recordé haber leído en un libro que los ladrones utilizan tarjetas de crédito para bajar la lengüeta de las cerraduras. Con suerte funcionaría y...
Clic.

El cajón cedió y se abrió, el escritorio vibró y la pantalla del ordenador de Peeta cobró vida. No me había dado cuenta de que el ordenador estaba encendido. El fondo de escritorio era un paisaje subacuático: protuberantes corales y un arcoíris de peces. Había un programa en funcionamiento: Firefox. Lo maximicé. La ventana se expandió y...

—Dios mío —susurré.
«Tienes edad suficiente para abortar en Illinois.

—Me había dicho Peeta—. Pero no en Wisconsin, Minnesota o Michigan».Él lo sabía. La lista de clínicas de Illinois estaba frente a mis ojos. Clínicas abortivas. Dios mío. Había dejado embarazada a Danielle y después... ¿qué? ¿Ella le había amenazado? La forma en que el señor Connolly había acercado su cara a la de Peeta... Dios, ¿lo sabía? No, no, un momento, aquello no podía ser cierto. El señor Connolly era abogado. ¿Acaso no habría acudido a la policía? Pero ¿por qué otra razón iban Peeta o Danielle, porque ahora sabía que ella había estado en la cabaña, a buscar un listado de clínicas abortivas? «Me dijo que me metiera en mis asuntos —había explicado Peet—. Que no es lo bastante mayor para saber lo que quiere». De aquellas palabras no parecía desprenderse que Peeta fuera el padre... pero yo ya no sabía qué creer. Inspeccioné el resto de carpetas del escritorio. Contenían esquemas para las lecciones de clase y para las pruebas de laboratorio de química y de biología. Una carpeta etiquetada como «Programas de entrenamiento para el equipo de cross», otra para los de atletismo en pista y una tercera con trucos para preparar el Ironman. Entonces me fijé en una carpeta situada en la esquina inferior izquierda etiquetadacon una inicial: K. «No. —Me quedé mirándola durante mucho, mucho tiempo—. No lo hagas, vete,bsólo vete...»

Pulsé dos veces sobre el icono y la carpeta se abrió. Contenía documentos de texto, imágenes y un archivo PDF. Recordé la cámara digital que Peeta guardaba en su escritorio, en la escuela, pero abrí antes el PDF porque la fecha era anterior.

«Informe de alta: Katniss Everdeen». Rebecca se limitaba a exponer los hechos, sin florituras. Estaba mi diagnóstico: «depresión severa, con rasgos psicóticos, en remisión; síndrome de estrés postraumático» y unos cuantos más, ninguno de ellos halagüeño, estoy segura. Detallaba mi historia hasta el momento del ingreso, la evolución del tratamiento y algunas recomendaciones.
Enseguida vi qué era lo que faltaba.«Claro que sabía lo de Gale —había dicho Peeta—. Estaba en tu informe de alta». No, Peeta.

No estaba.

"Últimos capítulos"  solo diré prepárense para el final. 😅

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