Parte 41

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41: A.

Faltaba poco más de una semana para Acción de Gracias. Después de Gale, toda la atención de la celebración se centraba en el Viernes Negro. Antes de que Gale se marchara, el Viernes Negro no era lo más importante. Mamá disponía de dinero, tenía una buena línea de crédito y personal que se ocupaba de la mayoría de quebraderos de cabeza. Luego Gale se marchó y las cosas empezaron a desmoronarse.
El Viernes Negro se convirtió en la razón por la que Meryl solía venir un día antes, el martes en lugar del miércoles. De hecho, si sé algo de cocina es gracias a ella y no a mi madre. No lo digo en sentido negativo, Bob; no te pongas freudiano con migo. Pero desafío a cualquiera, hombre o mujer, a regentar un negocio en números rojos que esté a más de una hora de su casa, y que aun así tenga la energía para colgarse el delantal y cocinar un plato de gourmet en menos de media hora. Lo admito: cuando Gale estaba vivo...  Bueno.

He tenido que apagar un momento la grabadora, Bob, porque acabo de darme cuenta de algo. De hecho, siento curiosidad. Con este aparato se puede rebobinar y veo que hay un botón para borrarlo todo, pero ¿tiene algún tipo de función de búsqueda? Ya sabes, para encontrar determinadas frases o palabras. Te lo pregunto porque... apuesto lo que quieras a que si rebobino y repaso todo lo que he dicho, ésta es la primera vez que pronuncio las palabras: «Cuando Gale estaba vivo». Como si hubiera llegado a un punto en mi historia en el que resulta adecuado decirlas en voz alta. Supongo que, antes de conocer a Peeta, vivía atrapada en una burbuja paralela al tiempo real en la que, de algún modo, Gale luchaba en su guerra interminable. Bueno, Peeta la rompió. Gale estaba muerto y Peeta me había sacado de una tierra habitada por fantasmas. Así que, pase lo que pase, recuerda esto, Bob. Puede que Peeta no hiciera nada más por mí, pero al menos hizo eso. Nuestra rutina en Acción de Gracias —después de la muerte de Gale— era más omenos ésta: mamá se partía el espinazo trabajando el martes y el miércoles, y papá hacia lo mismo. Tras la muerte de Gale, solía trabajar también el día de Acción de Gracias. Los accidentes de tráfico que ocurren durante las vacaciones son el sueño dorado de cualquier cirujano plástico que se dedique a la reconstrucción. El sábado o bien el domingo, según la disponibilidad de papá, cumplíamos con la visita de rigor al abuelo MacAllister. Y por una vez, no me importaba. Porque tenía a Peeta y todo aquello ya no podía hacerme daño. La mañana de Acción de Gracias amaneció fría e invernal: medio metro de nieve fresca bajo un sol tan deslumbrante que la luz me hizo parpadear. Me quedé tendida bajo la colcha y pensé en Peeta, en lo que había dicho la semana anterior. En cómo encajaban nuestros cuerpos. En cómo me sentía todavía. Transformada, más incluso que la mañana después de que nos acostáramos por primera vez. Era una mujer. Amaba y era correspondida. No quería que aquella especie de obsesión deliciosamente maravillosa se acabara nunca. Cerré los ojos e imaginé que Peeta estaba conmigo. ¿Qué se sentiría al despertarcada mañana junto a alguien a quien amas? Quería averiguarlo. Peeta había ido apasar las vacaciones a casa de una de sus hermanas, en Madison, y me pregunté si estaría también tendido en la cama, pensando lo mismo que yo. Eso despertó en mí otros pensamientos y otras y mejores sensaciones. Podría haberme quedado una hora más remoloneando, pero el aroma a café y atartaletas de manzana horneadas (la especialidad de Meryl) procedente de la cocinaera demasiado torturante para ignorarlo. Así que abandoné la calidez de mi cama. Mi tobillo protestó con un leve gemido que enseguida remitió. Definitivamente, estaba mejorando. Fuera cual fuese la magia que papá y mamá habían conjurado juntos, seguía funcionando, porque durmieron hasta tarde. En la cocina sólo estábamos Meryl y yo. Tenía la radio sintonizada en una emisora de clásicos de rock, y Robert Plant cantaba Stairway to Heaven mientras yo me ocupaba de los boniatos asados.

—Tienes mejor aspecto —comentó Meryl. —Gracias —le dije mientras vaciaba la pulpa de los boniatos—. El tobillo apenas me duele.

—No hablaba de tu tobillo.
Meryl estaba secando el pavo. Antes de conocerla, nunca había visto a nadie deshuesar un ave, y se necesitaba cierto arte para hacerlo sin que la piel se rompiera. Apoyó la pechuga del pavo en la tabla de cortar y cogió el cuchillo de deshuesar.

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