Parte 13

28 5 0
                                    

13: A.

Casi un mes más tarde, me encontraba en mi escondite de la biblioteca mirando a Danielle y a las demás chicas del equipo de cross mientras hacían series cronometradas. Danielle iba en cabeza, con la coleta rubia ondeando como una crin, lo cual no era mucho decir. Tal vez fuera rápida, pero sólo porque las otras chicas iban pisando huevos. El estilo de Danielle era penoso: se movía como un canguro, arriba y abajo, en lugar de planear y empujar, planear, empujar y estirar. Si fueras corredor, Bob, entenderías lo que quiero decir. Concentraba toda su energía en el impulso, no en la velocidad. El señor Mellark esperaba en la meta con un cronómetro en la mano; cuando Danielle llegó le dijo algo que pareció cabrearla, porque se apartó del grupo con las manos en las caderas y frunció el ceño mientras pateaba la hierba. Miré el reloj. Su tiempo en los doscientos era para tirarlo al retrete: cinco segundos más lenta que la semana anterior. Alcé la vista a tiempo de ver al señor Mellark soplar el silbato y dirigirse hacia las otras chicas para que terminaran y se le acercaran. Danielle estaba sentada en las gradas interpretando su papelón de ofendida. Puede que el señor Mellark se hubiera hartado de ella y le hubiera mandado sentarse durante el resto del entrenamiento. Ya era hora. La había visto enfadarse varias veces en clase, en la pista de atletismo— y me maravillaba que no la hubiera echado. Aquel tío tenía la paciencia de un santo. O eso, o le gustaba que abusaran de él. Me había adaptado a la escuela. Las clases no eran complicadas, mi preferida era la de química (menuda sorpresa) y me llevaba bien con... vale, vale, evitaba a casi todo el mundo. Menos a Danielle. No estaba segura de que tuviera que ver sólo con David. Él era el ayudante del señor Mellark, así que me era imposible no verle cada día. Nos saludábamos y él intentaba convencerme para que me uniera a la comisión de festejos de la cena anual de ex alumnos, así conocería a gente distinta. Yo me escapaba aludiendo que vivía muy lejos, bla, bla, bla.
Al final dejó de intentarlo, pero seguía siendo bastante simpático y a mí me parecía bien.
Sin embargo, Danielle no dejaba pasar la oportunidad de hacer comentarios sarcásticos. Cuando a Dewerman se le metió en la cabeza que hiciéramos un trabajo extra sobre la creatividad y el suicidio, fue, por supuesto, por mi culpa. Teníamos que elegir un nombre de una lista de escritores famosos que se habían suicidado, y luego descubrir si había algo en su obra que explicara por qué optaron por suicidarse. Gracias a Dios, la abuela no estaba en la lista. Ni siquiera Dewerman era tan negado. —Sed creativos, chicos —nos animó—. Quiero que decidáis si lo que estáis leyendo es literatura en mayúsculas o sólo se la considera como tal porque el autor ha estirado la pata. Estudia la red de conexiones que configuran la vida de una persona y tira de los hilos, comprobad si están realmente conectados. Desconcierto. Un chico levantó la mano.

—Mmmm... pero ¿cuáles son los deberes?—Sócrates dijo que una vida sin análisis no es digna de ser vivida. ¿Leemos estos libros sólo porque un crítico nos lo dice? —No —respondió un listillo—. Porque nos lo mandan.—Estoy hecha un lío —dijo Danielle mirándome con mala cara, pero dirigiéndose a Dewerman—. ¿Quiere que escribamos una redacción, un poema o lo que sea con el estilo de ese escritor, que pintemos un cuadro o qué? —Sí —dijo Dewerman, lo que desencadenó otra oleada de risas. Aquello hizo que Danielle me lanzara más rayos mortales con la mirada. Yo aún no había elegido a nadie de la cada vez más escasa lista de Dewerman. No sé qué estaba esperando. Inspiración, tal vez. O quizá daba por hecho que mi nombre sería el del escritor que nadie más quisiera, lo cual me parecía bien. Sé que te costará creerlo, Bob, pero a pesar de su amabilidad, también evitaba al señor Mellark. Tal vez mi instinto de reptil —el que me dice cuándo echar a correro cuándo mimetizarme con el paisaje— me estaba enviando señales. O yo mantenía la cabeza gacha, no lo sé. Sólo quería pasar los días con el mínimo dramatismo posible. Pero esquivar no es lo mismo que ignorar. No lo hacía. Yo... le observaba. Sobre todo desde mi escondite detrás del cristal de la biblioteca. Si la bibliotecaria no estaba cuando yo llegaba por la mañana, esperaba afuera, en la acera, a cubierto. Así podía contemplar al señor Mellark cuando llegaba después de correr (los lunes, miércoles y viernes) o de montar en bicicleta (martes y jueves). El bosque quedaba al oeste del campus y, cuando emergía de entre los árboles, el sol naciente le iluminaba, se posaba en él y lo teñía de oro, como un dios romano. Me gustaba verlo en movimiento, la forma en que su cuerpo cortaba el aire con suavidad, las fibras de sus músculos en acción. Se notaba lo fuerte que estaba. Tal vez sospechara mi presencia, pero nunca dijo nada ni miró en mi dirección. Cuando cada mañana me dirigía a mi taquilla, oía la música que salía de su aula —jazz, clásica, ópera, canciones antiguas— y podía olerlo, recién salido de la ducha: húmedo, verde oscuro y misterioso como los bosques. Aun así, en clase me trataba como al resto, hasta el punto de que aquella primera hora juntos de aquel primer día se convirtió en una historia que me había contado amí misma. No una mentira, pero tampoco la pura realidad.

Respira Donde viven las historias. Descúbrelo ahora