Parte 24

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24: A.

Domingo, tras la fiesta.
A mediodía, contemplé el coche de mis padres mientras retumbaba por el camino de grava. Meryl iba en el asiento trasero y fue la única que me dijo adiós con la mano, lo que resumía bastante bien el ambiente que se respiraba entre todos los implicados: gélido, próximo al punto de congelación. Saludé a Meryl antes de que mi padre girara a la derecha al final del camino, enfilara la subida que conducía a la autopista y el coche desapareciera de mi vista.
Cerré la puerta y escuché cómo el silencio se asentaba. Antes de que Gale se marchara, toda la familia viajaba al norte, a la granja de Meryl en la isla de Madeline. Era un trayecto largo, de unas ocho horas, y siempre nos tomábamos uno o dos días más para navegar en kayak por el lago Superior, pasear en bicicleta por la isla o quedarnos en la granja, ayudando a Meryl con las ovejas que criaba para obtener lana. Mamá decía que, cuando yo era pequeña, siempre lloraba porque teníamos que marcharnos. Es probable que sea cierto. Quería a Meryl casi tanto como a mamá, y aveces más. Aun así, me sentí aliviada por quedarme, pues hasta el momento en que mi padre encendió el motor y puso el coche en marcha, había temido que me hicieran ir con ellos.
Mis padres no iban a volver hasta el martes por la noche, así que disponía de sesenta horas de libertad, más o menos. Aparte de los deberes y de correr, no tenía ni la más remota idea de qué iba a hacer con todo aquel tiempo. Si lo pensabas por un segundo, se hacía extraño recordar que a esas alturas del año anterior yo estuviera en un psiquiátrico. Visto así, el hecho de que mis padres me dejarán sola significaba que confiaban en mí. Pensando mal... bueno, supongo que podría decirse que no les importaba un comino. Y creo que eso se acerca más a la verdad. Durante las primeras dos horas, terminé todos los deberes. Navegué un rato por internet y entré en los perfiles de Facebook de mis antiguos amigos. No había actualizado el mío desde antes de la hospitalización. Ni siquiera tenía el mismo aspecto. Entonces llevaba el pelo más corto y mis pechos eran casi imperceptibles.(Maduré tarde. Mamá siempre decía que era un patito feo que un día se convertiría en cisne. Tal vez tuviera buena intención, pero cada una de sus palabras me hacía sangrar.) Además, ¿qué podía añadir a mi página? ¿«Por fin libre. Cuarenta y sietedías desde el último corte»?Entonces me acordé de Gale. Llevaba días sin escribirle y eso no estaba bien. Pero ¿qué podía contarle? ¿Que había tirado los cien dólares del doctor Kirby por el retrete? ¿Que había pensado en mis viejas tijeritas para las uñas pero que en lugar de eso había agarrado el cuchillo de los besos como suplicaba mi piel? ¿Que por mucho que lo deseara no me había cortado porque sabía que el señor Mellark era el único adulto que deseaba protegerme, luchar por mí? ¿Que él nunca, nunca me haría daño? No, no podía contarle a Gale nada de eso. No había ningún DVD que me apeteciera ver. No teníamos Alien, pero encontré la secuencia final en YouTube, ésa en la que Weaver hace que el extraterrestre salga despedido al espacio, y subí el volumen. El señor Mellark me había dicho que el fragmento pertenecía a la Sinfonía Romántica de Howard Hansen, así que me descargué ése y algunos temas más: un álbum de Judy Garland, Duke Ellington. La pieza de piano de Cyrus Chestnut que habíamos escuchado la otra noche. Wagner. Entonces pensé: «Sal a correr». Ya había planeado una ruta de quince kilómetros desde la megamansión, pero estaba inquieta y quería algo nuevo. Busqué en Google Earth hasta dar con la dirección. El señor Mellark había dicho que su puerta estaba siempre abierta. Había llegado la hora de averiguar si era cierto.
La carretera del condado J resultó discurrir en su mayor parte entre campos de cultivo ondulados, ahora en barbecho, con los tallos mustios recogidos en fardos esponjosos de color pardo. Aquí y allá, los campos de calabazas desprendían un resplandor naranja imposible e iridiscente bajo el brillante y claro sol de octubre. Pasé junto a granjas tristes, graneros en ruinas y silos inclinados; otras estaban mejor conservadas, con los graneros pintados de un color rojizo o de un impecable y deslumbrante blanco. El buzón del señor Mellark custodiaba la entrada a un camino de tierra bordeado de árboles que serpenteaba por una elevación y luego desaparecía. Por lo que había visto en Google Earth, poseía cerca de un centenar de acres y su casa se asentaba en la orilla suroeste del gran lago en forma de judía. Las imágenes de Google se habían tomado en verano, porque las copas de los árboles se veían frondosas y los campos eran de un intenso verde esmeralda. Desde el lago, el bosque se extendía en todas direcciones y luego daba paso a campo abierto hacia el este, rodeado de más bosques hacia el norte y el oeste. Un pequeño arroyo desembocaba en el extremo septentrional del lago, mientras que otro ondulaba hacia el sur. Parecía haber al menos un edificio más hacia el oeste, casi sumergido en el bosque, tal vez una casa de veraneo o una vieja cabaña de caza. La residencia más cercana se encontraba a unos cinco kilómetros al este, pero cerca de la propiedad del señor Mellark había zonas verdes, con otro lago y varias pistas para correr, y hacia allí es adonde me dirigí. Si crees que estaba tentando la suerte, Bob, estás en lo cierto. En ese momento medije a mí misma que sólo me hacía falta un nuevo escenario para retomar mis entrenamientos. Pero sé cuál es la verdad: esperaba encontrarme con el señor Mellark en las pistas. Me había comentado que solía correr por la propiedad y por el parque, y yo también corría y vivía bastante cerca. Así que nos encontraríamos por casualidad y entonces...

Entonces ¿qué?«Ven cuando quieras», me había dicho. ¿De verdad? Creía que sí. También tenía la sensación de que bailábamos alrededor de algo, ejecutando una complicada serie de pasos a un ritmo ancestral que él conocía. Pero que yo todavía no entendía. Aunque tal vez estuviera bailando sola mientras el escenario se desplegaba únicamente en mi imaginación. Como tantas otras cosas.

A pesar del bonito día de octubre, Faring Park estaba prácticamente desierto. Sólo había un coche, y no era el del señor Mellark. Me calcé las zapatillas de deporte,realicé algunos estiramientos y luego me puse en marcha a lo que sabía que era un ritmo ligero, de unos diez kilómetros por hora. Seguí un camino de curvas y rodeado de árboles que, al cabo de cinco kilómetros, desembocaba en otra pista que iba de este a oeste y que me conduciría a la linde de la propiedad del señor Mellark. La distancia total entre ida y vuelta era de algo menos de once kilómetros. Si cruzaba el límite de la propiedad del señor Mellark -si me metía en su casa, digamos-,sumaría seis kilómetros. Eso representaba diecisiete kilómetros. Era factible. Solo que no sabía si lo haría. Igual que las matemáticas y la ciencia, correr nunca ha sido un problema para mí.
Ni siquiera escucho música mientras troto. Cuanto más sudo, más se despeja mi mente, como si todos los pensamientos, buenos y malos, se alejaran de mí como ríos de sal. Al cabo de un rato no queda nada más que el ritmo acelerado de mi corazón. Los músculos entran en calor, las zancadas se suceden sin esfuerzo y de pronto me encuentro apenas rozando el suelo. No pienso, mi cabeza se vacía, y eso es lo mejor de todo. No me crucé con nadie en la pista. Supe cuándo había llegado a las tierras del señor Mellark porque había placas colgadas de los árboles en las que se leía: «Propiedad privada» y «No pasar». Podría haber continuado. El camino se desplegaba como una alfombra marrón. Podía seguir corriendo por su propiedad, rodear el lago y pasar por casualidad por su muelle justo cuando él saliera a admirar las vistas con una taza de café humeante en la mano. Entonces él miraría una, dos veces, entornaría los ojos y sus labios se curvarían en una alegre sonrisa de sorpresa: «Katniss, ¿qué haces aquí? ¿De dónde vienes? ¿A qué velocidad? Tu marca era...
¡Dios mío! Es un tiempo magnífico. No sabía que corrieras tan rápido. Oye, si tienes un segundo, ¿por qué no entras? Acabo de poner una cafetera y he pensado que sería estupendo compartirla...».
Hice un gran tiempo en el camino de vuelta al coche.
Esa noche hablé con mi madre por teléfono.

-La verdad es que tu padre y yo necesitábamos airearnos -me explicó. No habían llegado a Bayfield a tiempo de coger el último ferry a la isla, así que se habían quedado en el pueblo y estaban a punto de salir a cenar en su restaurante favorito.
-Creo que tal vez nos quedemos unos días más. No te importa, ¿verdad? ¿Y la librería? -pregunté, pero lo que pensé fue: «¿Y tu amiguito?». -Evan se encargará de todo. No he tenido vacaciones en... bueno, no sé cuánto tiempo hace. Se acerca el día de Acción de Gracias y las cosas van a complicarse aún más. Necesito pasar unos días fuera.

-Lo entiendo. No te preocupes por mí; estaré bien. Hay comida de sobra y siempre puedo salir a comprar. Había ahorrado un buen puñado de dinero de los cumpleaños que tenía planeado gastar en ropa nueva, pero mi madre había estado muy ocupada e ir de compras solo resultaba demasiado patético incluso para alguien como yo.

-Hay dinero guardado para emergencias. -Mamá me explicó dónde encontrarlo y añadió-: ¿Podrás conducir hasta la escuela?-Tenemos una semana de vacaciones.

-Oh. -Una pausa-. Es verdad. Lo había olvidado. Menuda sorpresa. ¿Cuándo crees que volveréis? ¿Te va bien el jueves?Tras asegurarle que sí, mamá volvió a preguntarme qué había hecho durante el día, pero entonces me interrumpió para decirme que papá la estaba esperando para ira cenar.

-Y tomarse su primer Martini -dijo-. Hablamos mañana.

-Claro -respondí yo-. Mañana.

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