Parte 38

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38: A.

Me diagnosticaron una conmoción cerebral leve y un esguince en el tobillo izquierdo. El médico de urgencias suturó un corte justo por encima del tobillo derecho, y luego añadió un raíl de grapas. Era amable y bastante profesional. Me preguntó por los implantes pero no por las demás cicatrices, aunque las revisó cuidadosamente; me exploró el vientre y las caderas con las manos enguantadas y tiro de la piel, probablemente para comprobar si había alguna reciente. En tal caso, habría tenido que informar al servicio de psiquiatría. Peeta entró una vez. Tenía la piel del rostro tensa. Me preguntó si recordaba lo que había ocurrido y le respondí que no lo sabía, lo cual era, en su mayor parte, cierto. Dijo que, por cómo me tambaleaba, parecía que me hubieran empujado, pero corríamos tan rápido y tan cerca que los árbitros no podían estar seguros y habían concluido que fue un accidente. Le contesté que probablemente tuvieran razón. —¿Estás segura? Si parpadeaba, se le iba a rasgar la piel.—¿Absolutamente segura? ¿No pasó nada más?—Nada. Nos enredamos sin querer. Íbamos muy pegadas. —Eso era verdad—. Debería haber tenido más cuidado. Ha sido un accidente. Lo he fastidiado.

—No —replicó, y apretó los labios—. No. No dejaré que vuelva a hacerte daño. No puede seguir haciendo esto, ella...
Giró sobre sus talones sin acabar la frase y apartó la cortina con tanta violencia que las anillas metálicas tintinearon. Danielle y David estaban dos camas más allá. Oí el rapapolvo de Peeta y la respuesta ahogada de ella; David dijo algo que no pude entender. Pero sí recuerdo la voz lastimera y el llanto de Danielle; después de eso, Peeta murmuró algo y David permaneció en silencio. Al final los dejó solos. Llamaron a mis padres y a los de Danielle y les explicaron que no estábamos muertas ni nada parecido. Puesto que nos habíamos desplazado en autocar, los médicos no veían ningún inconveniente en que regresáramos a casa del mismo modo. No sé lo que hizo el padre de Danielle, pero Pisco-papi se mostró pedante con el personal de urgencias. Creo que había llegado a la conclusión de que tenían que someterme como mínimo a cirugía cerebral exploratoria. Me hicieron una resonancia magnética, a pesar de que el médico de urgencias me dijo que era totalmente innecesario, pero supongo que quería evitarse más problemas con mi padre. Así que eso nos entretuvo un par de horas más. Si no hubiéramos estado en Wasau, creo que la mayoría de los padres habrían venido a llevarse a sus hijas. Cuando nuestro autocar tamaño hobbit aparcó frente a la puerta del hospital y nos sacaron a Danielle y a mí en silla de ruedas, se había hecho de noche, hacía frío y viento, y nevaba. Durante el largo trayecto de vuelta, nadie habló demasiado. Danielle se sentó delante, a la izquierda, con la pierna derecha apoyada en el regazo de David y una bolsa de hielo en la rodilla que le habían vendado. Llevaba incluso muletas. (A mí, en cambio me dejaron cojear hasta el autocar, cuando de hecho era yo la que había sangrado.) Peeta se sentó detrás. Yo tenía un asiento para mí sola y me quedé dormida un par de veces, pero la chica del otro lado del pasillo no dejaba de despertarme porque había oído que era mejor no dormirse cuando habías sufrido una conmoción. Aunque David la había llevado a la escuela en su coche, los padres y el hermano de Danielle estaban esperándola en el aparcamiento cuando el autocar apareció porfin a las diez. Su padre era una mole con unos dedos enormes y muy gruesos. En cuanto el autocar se detuvo, empezó a golpear las puertas y subió como un matón, ignorando a todo el mundo: a Danielle, cuando le dijo que podía caminar; a David, que intentaba explicárselo; a Peeta, que se acercaba por el pasillo.

—Estamos bien; estamos bien —ladró el señor Conolly. Cogió a Danielle en brazos como si no pesara nada, lo cual era más o menos cierto. David les siguió con las muletas y entonces Peeta pasó corriendo junto a mi asiento, pisándoles los talones. A través del cristal empañado vi que el señor Conolly le entregaba a Danielle a su hermano y luego recogía las muletas de David, como si fuera un criado. Éste dijo algo, pero el señor Conolly agitó la mano en el aire para hacerlo callar y estaba alejándose cuando Peeta les dio alcance. Si Peeta se hubiera mantenido al margen, la cosa hubiera terminado en ese punto. Pero no podía hacerlo —no antes, no entonces ni tampoco después—, así que todos vimos lo mismo. Peeta colocó una mano sobre el hombro del señor Conolly y dijo algo. El qué, no pude oírlo. Pero por el modo en que el señor Conolly irguió repentinamente la espalda, estaba claro que se trataba de un aguijón que se le había clavado con fuerza.
De pronto se dio media vuelta, plantó las manos en el pecho de Peeta y le empujó.«Peeta.
—Ahogué un grito al tiempo que el corazón se me subía a la garganta—. Peeta, no».
—¡Joder! —exclamó una voz desde el autocar. Peeta trastabilló. De no ser porque se agarró a la puerta del coche, se habría caído. El señor Conolly se le echó encima y empezó a chillarle muy cerca de la cara mientras le hundía sus gruesos dedos en el pecho y apretaba el puño a escasos centímetros de su nariz. Peeta era alto, pero su oponente era un tipo fornido y no estaba segura de que pudiera con él. Nadie hizo nada por ayudar. El hermano de Danielle permaneció a un lado mientras se secaba una y otra vez los labios con el dorso de la mano, como si noypudiera librarse de un mal sabor de boca. Un puñado de padres saltaron como un resorte de sus coches, pero nadie se movió, ni siquiera Peeta. Se quedó de pie y dejó que el señor Conolly le gritara. Creerás que estoy loca, Bob, pero por un segundo pensé que quizá Peeta deseara recibir ese puñetazo. Como si pensara que era mejor que se lo propinara a él y no a otra persona, como Danielle o David. Peeta sólo se movió cuando David intentó por fin interponerse. El señor Conolly pivotó con el codo flexionado, listo para soltar un gancho de revés. Fue entonces cuando Peeta levantó con rapidez las manos y agarró la muñeca del señor Conolly, cuya cara de toro se frunció en una mueca. Por un segundo creí que iba a recibir el puñetazo. En ese momento, Danielle se asomó por la ventanilla del coche y le gritó algo a su padre. No sé qué le dijo, pero hizo que se le pasaran de repente las ganas de pelea.
Se deshinchó como un globo y retrocedió para apartarse de Peeta. Luego miró a su alrededor y, al levantar la vista, nos descubrió acechando desde el autocar. Giró sobre sus talones, se metió en el coche, cerró de un portazo, le gritó algo al hermano de Danielle y se marcharon. Peeta y David les contemplaron mientras se alejaban: Peeta, con expresión pétrea; David, al borde de las lágrimas. Al cabo de un par de segundos, Peeta rodeó a David por los hombros como lo haría un entrenador que quiere consolar a un chico que ha fallado el touchdown decisivo. O un padre incapaz de soportar el sufrimiento de su hijo. Obviamente, mis padres no se habían molestado en venir a buscarme. En realidad no estoy siendo justa; eso es mentira. Hubieran venido, teniendo en cuenta que tenía todo el cuerpo magullado. Pero puesto que no podía conducir debido a la conmoción, Peeta les dijo que mi coche estaría seguro en el aparcamiento de la escuela y que él me llevaría a casa, lo cual era la mejor noticia que había recibido en todo el día. Por mi podíamos conducir hasta Canadá. Podíamos conducir para siempre jamás. La nieve, en forma de cintas sesgadas, caía ahora con intensidad y brillaba a la luzde los faros. Peeta se lo tomó con calma, los ojos fijos en la carretera.
Yo encontré un CD de Louis Armstrong y lo metí en el reproductor. Al cabo de un par de minutos, Peeta me preguntó con brusquedad:—¿Cómo lo llevas? —Estoy bien. Me duele un poco la cabeza.

—Deberías dormir.
—No. Peeta... lo siento mucho. Tal vez fuera a causa de la conmoción, pero sentí ganas de llorar. Me mordí el labio.
—Quería ganar por ti.
—Eh, eh, no pasa nada. Habrá más carreras. Tenemos toda la temporada de primavera y después de eso, dos años más. Lo conseguiremos. Aunque su intención era consolarme, me invadió una oleada de frío. Era la primera vez que mencionaba el límite del tiempo que íbamos a pasar juntos. El único futuro que yo había imaginado era amorfo y borroso, algo que estaba ahí afuera y tan lejos que nunca llegaría. Dos años es mucho tiempo y muy poco a la vez. Hacía aún más que Gale se había marchado. Pero en dos años yo terminaría el instituto e iría ala universidad para ser... algo. Peeta ya tenía una vida. En dos años, yo estaría durmiendo en una cama extraña y Peeta, dando las mismas clases sobre las aponificación y los radicales libres. Habría caras nuevas en el equipo, pero él seguiría corriendo por la misma ruta entre su casa y el parque. Cuando quisiera paz, podría encender un fuego y tomar té y escuchar música de Mozart y encontrar cobijo en su cabaña. Yo iría de mi habitación a clase, con el cuello de la chaqueta levantado para protegerme de la gélida lluvia que aguijonearía mi rostro. Peeta percibió el cambio. —¿Qué?—Pensaba en cuánto me gustaría que nada tuviera que acabar. Ojalá pudiéramos vivir en una cabaña en el bosque; yo prepararía sopa y tú cortarías leña y podríamos estar juntos. Nunca tendría que marcharme a la universidad y nadie...  Me ahorré el resto; ya había dicho demasiado. No quería convertirme en una arpía gruñona que despertara con mal aliento. En los libros y las películas, los amantes era siempre como Romeo y Julieta: felices mientras imaginaban un futuro idílico durante unos dos segundos, hasta que la realidad hacía estallar su burbuja de cristal y los mataba. O bien la chica —estúpida, estúpida, estúpida— se volvía exigente o histérica y quejica, y el chico hacía algo igualmente tonto. Durante un largo rato —Dios, pareció una eternidad—, escuché el rítmico zumbido de los limpia parabrisas. La nieve caía en densas nubes que se arremolinabana la luz de los faros. Más allá sólo había oscuridad, densa y absoluta.

—No debería haber dicho eso —dije al final.—¿Por qué no? —No apartó la vista de la carretera en ningún momento—. A míme ocurre lo mismo. Pienso en ti todo el tiempo. Me siento a preparar una lección y, cuando me doy cuenta, ha pasado una hora y no he hecho más que soñar despierto contigo. Me planteo que no tengo por qué trabajar. Tengo dinero suficiente para ir acualquier parte, hacer lo que quiera... Pero llega el día siguiente y me descubro dando una clase sobre la reorganización química de los sólidos alterados. Katniss, que sea mayor no significa que tenga todas las respuestas. El mundo tiene sus normas. No somos lo bastante poderosos para crear unas propias.

—Pero ya hemos roto alguna. ¿Quién va a evitar que las rompamos todas?—Eres joven —señaló—. Sé que no quieres oírlo, pero te llevo mucho tiempo de ventaja y sé que no vamos a romper todas las reglas, todavía no. Has de tener paciencia. Dentro de dos años cumplirás los dieciocho y entonces...

—Y entonces me marcharé. A la universidad, y luego a cursar un posgrado. Aunque me matriculara en Madison, no estaríamos juntos. Tú no dejarás tu trabajo para seguirme allí donde vaya. —No lo planteé como una pregunta porque conocía la respuesta—. Así que estaremos separados. Y tú seguirás casado. Era lo más cerca que había estado nunca de preguntarle sobre su mujer. Ella existía. Era una imagen borrosa, una sombra que, en cualquier momento, podía apretar su cara contra el cristal de nuestra pequeña burbuja. O reducirla a añicos. —Puede que no —señaló.—¿No? Entonces ¿por qué sigues casado? —Intenté controlar la desesperación que transmitía mi voz, pero no lo conseguí—. Se marchó hace meses y no ha regresado, ¿no? Ahora estaba embalada, incapaz de evitar que las preguntas salieran atropelladamente de mi boca y, sinceramente, sin querer hacerlo.—¿Alguna vez hablas con ella? ¿Todavía la quieres?—Katniss, no es tan sencillo.

—Entonces dime qué es y trataré de entenderlo. No soy una niña. Tengo dieciséis años, edad suficiente para...

—Conducir —dijo él—. Tienes edad suficiente para conducir. Para ir al médico sin que nadie te acompañe, pero tus padres todavía tienen que autorizar cualquier tratamiento. Tienes edad para trabajar, y para abortar en Illinois sin consentimiento paterno ni notificación, pero no en Wisconsin, Minnesota o Michigan. Tienes edad suficiente...

—Para acostarme contigo —dije yo.

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