Parte 36

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36: A.

Ya había oscurecido cuando abandonamos la cabaña y seguimos el haz de luz dela linterna alrededor del lago, de vuelta a casa del señor Mellark. (Sé lo que estáspensando, Bobby. Siento decepcionarte, pero nos limitamos a hablar y, cuando no lo hacíamos, contemplábamos el fuego y nos abrazábamos, eso es todo. De verdad, Bob, deberías ocuparte de tus propios asuntos.) Me cogió de la mano durante todo el trayecto. Apenas hablamos. Mis padres tardarían todavía unas horas en llegar, así que metí la ropa mojada en una bolsa de plástico. Me cambiaría en casa. Esta vez, el señor Anderson no me siguió hasta la carretera, pero se asomó por la ventanilla del conductor.

—Puede que nos convenga no poder vernos mañana. Los dos necesitamos tomarnos un tiempo para pensar en cómo... Apartó la vista y luego volvió a mirarme esbozando una sonrisa.

—Además, el trabajo de inglés sigue pendiente, ¿no?Oh, Dios. Ya se estaba arrepintiendo.

—Sí.—Entonces... ¿estás bien?—Claro. —Puse el motor en marcha—. Estoy bien.

—No. Espera. —No se apartó del coche. Se agarró con más fuerza a la puerta y miro al suelo—. Maldita sea...
Alzó la vista de nuevo; tenía los labios apretados y su voz delataba urgencia.

—Escucha, quiero que me prometas algo. No quiero que te hagas daño por lo que ha pasado. No lo hagas por mí, ni se te ocurra volver a cortarte. Hablaba con tanta vehemencia que me quedé sin aliento.

—No lo haré. Te lo prometo.
Su expresión se suavizó.

—Bien. No podría soportar pensar que tú... que yo...
—Se humedeció los labios—. Si alguna vez sientes ganas de hacerlo, sea de día o de noche, quiero que me llames. Hablo en serio, Katniss. Prométeme que no te harás daño. Prométeme que me llamaras. Gale se ha ido pero yo estoy aquí, Katniss.
Me tienes aquí. Sus palabras dispararon un resorte oculto y sentí que algo en mis entrañas se deshacía.

—Vale.—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Vale —suspiró—. Bien. Otra cosa: la cabaña. Cuando sientas la necesidad de escapar, ve allí. Siempre dejo la llave en el mismo sitio, la encontrarás. No tienes que pedirme permiso: si hay un problema y no puedes ponerte en contacto conmigo o yo no puedo acudir enseguida adonde tú estés, simplemente ve. Será nuestro refugio, ¿vale? Allí estarás a salvo. El sudor perlaba mis labios y me temblaban los dedos. Me daba miedo echarme a llorar de nuevo, aunque esta vez de alivio. —De acuerdo. Gracias.
—Vale. Nos vemos el lunes.
No dijo: «Nos vemos el lunes a primera hora» ni: «No olvides que tenemos que organizar el laboratorio; aceptaste el puesto de ayudante, cuento contigo».
Se apartó del coche y se despidió con un gesto de la mano mientras yo daba marcha atrás. Al llegar a la cuesta y mirar por el retrovisor, vi luz en las ventanas de su casa, pero nada más.

Mamá y papá aparecieron hacia las nueve. Estaban emocionados como niños. Mi madre no dejaba de pulular alrededor de mi padre, tocarle los hombros, despeinarlo...

Me dieron arcadas. Papá sirvió una copa para cada uno y hablaron sin cesar de cuánto habían disfrutado navegando en kayak por las islas Apostle y follando sin parar. (Vale, me he inventado la última parte, pero de verdad, si yo me hubiera comportado de forma remotamente parecida con un chico en sus narices, Psico-papi me habría encerrado en un tonel y me habría alimentado a través de un resquicio durante el restode mis días.) Incluso habían hojeado algunas ofertas inmobiliarias y papá empezó a fantasear sobre lo agradable que sería tener una pequeña finca a la que mudarse cuando se jubilara y mamá dejara la librería. Mamá se echó a reír y le dijo que jamás abandonaría la tienda, mientras le daba un golpecito insinuante en el pecho, y decidí que tenía que hacer algo si no quería vomitar. Interrumpí a mamá a media frase:—Me voy a la cama. Mi madre dejó de hablar, con la copa todavía en la mano, al tiempo que su boca dibujaba una pequeña y perfecta «o».
—Claro.—¿Te encuentras bien, pequeña? —preguntó papá—. Bueno, ¿y qué has estado haciendo toda la semana?—Nada —contesté, dirigiéndome a las escaleras—. Buenas noches. No dormí. Alrededor de medianoche, mis padres subieron al primer piso. Me pregunté si se detendrían delante de la puerta de mi habitación, pero no lo hicieron. Oí cómo se abría la ducha y cómo luego la cerraban. El silencio y la oscuridad cayeron sobre la casa. No había luna y la única luz provenía de mi reloj. Tendida de espaldas sobre la cama, contemplando cómo las sombras oscuras crecían y se unían en el techo, pensé en Gale, en cómo esta vez se había marchado de verdad y para siempre. Peor que un fantasma, Gale había sido primero una fantasía y ahora un recuerdo que se desvanecería, del mismo modo que no podía recordar los detalles del incendio ni lo que ocurrió antes ni cuál era mi helado favorito a los tres años.

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