Parte 48

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48: A.

«Voy a visitar a mi hermana en Madison». La cabeza me daba vueltas. Aparté las tortitas.

«Mi hermana siempre organiza la celebración de Acción de Gracias». Salí de la cafetería en una especie de nube, floté hasta el ascensor, apreté la flecha de subida y contemplé la cuenta atrás de los números: 7-6-5-4...
«Casey está en Afganistán».
Entré tambaleándome en el ascensor y miré el panel sin verlo. Un asistente pasó por mi lado. —¿Qué piso? —preguntó.

—Unidad de quemados —murmuré. Pulsó el botón correcto, y yo me apreté contra la pared del fondo del ascensor y cerré los ojos. «Tengo tres hermanas». «Las chicas siempre gastan más agua caliente que los chicos». «Mi hermano pertenece a las Fuerzas Especiales».
«Qué pequeño es el mundo». Dios, ¿en qué mundo había estado viviendo? ¿En el planeta Peeta? Me había mentido. Estaba en Appleton con su esposa. No tenía ningún hermano, ni tres hermanas que le dejaran sin agua caliente. Había comprado el libro de Lasker el día en que Dewerman me asignó el trabajo. No, espera. Como en un sueño, recorrí el pasillo desde al ascensor hasta la unidad de quemados. Peeta había empezado la carrera de Biología Marina en Stanford, según decía, conocía la obra de Alexis y creyó recordar que tenía un ejemplar del libro de Lasker en su estudio. Pero ¿por qué comprarlo? No tenía ningún motivo para hacerlo... a menos que el motivo fuera yo.
«No, estudió en Stanford y luego en Madison, y me habló de tiburones y de submarinismo y de delfines y...»

Y entonces comprendí qué más faltaba en la biblioteca de Peeta, lo que mi padre tenía y él no.
En la cabaña no había ninguna fotografía. Ni tampoco había diplomas. Parar, tenía que parar. No todo el mundo se jacta de sus logros. Hay mucha gente que no cuelga todos sus títulos en las paredes para que otras personas los admiren, y la cabaña era un espacio privado. Peeta no necesitaba recordatorios. Tenía que frenar. Algunas de las cosas que me había contado tenían que ser ciertas: era rico, estaba casado; yo había hablado con su mujer y sabía que ella estaba acompañando a su padre enfermo en Minneapolis.
Policía. Ella había dicho «policía» y Peeta, que era una historia muy larga. ¿Y qué más? «Pobres chicos». «Las desgracias suceden de tres en tres».Había dado por hecho que hablaba de mí, pero... Pero ella me confundió con Danielle.—¿Cómo? Disculpa, ¿has dicho algo, querida? Alcé la vista y vi a una enfermera que no era Laurie en la puerta de la habitación de mi madre. No reconocí a ninguna. Cambio de turno. —¿Eres Katniss? —me preguntó. Yo asentí y ella se metió la mano en el bolsillo. Oí un tintineo metálico.

—Laurie me ha pedido que te las diera, pero estabas en la cafetería.

—Gracias. Cogí mis llaves. Meryl había pegado una nota al llavero: «Aparcamiento para familiares. Segundo piso, fila tres». —Esta mañana he oído lo de la librería de tu madre en las noticias —comentó la enfermera—. Lo siento mucho. La señora Mellark también había visto las noticias. «Las desgracias suceden de tres en tres».
—¿Hay alguna televisión por aquí? —pregunté. La enfermera me acompañó a la sala para familiares, que estaba vacía. Zapeé hasta dar con un canal que emitía las noticias locales, pero eran las ocho de la mañana y el único destacado hablaba de un pingüino bailarín que componía ópera. (Vale, melo he inventado; pero era algo igual de estúpido.) Esperé moviendo los pies con impaciencia hasta que la presentadora dijo:—«Un terrible incendio destruye un local muy conocido y querido en el centro. —»Las autoridades de Milwaukee investigan lo que temen que pueda ser uno pacto de suicidio entre una atleta del instituto Turing y su novio —continuó su compañero—. Todo eso, y la previsión meteorológica, a la vuelta». Danielle. Y... ¿David? El corazón se me paralizó. La señora Mellark pensaba que yo era Danielle... porque ya estaba con el cuando la policía llamó a Peeta.

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