Parte 17

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17: A.

Por una vez, después de haber cambiado la guardia con su colega, el doctor Kirby, papá estaba en casa. Nos sentamos a la mesa como personas civilizadas y nadie gritó. Después de la cena, papá se retiró a su estudio para dictar informes. Mamá me pidió que me ocupara de los platos porque tenía que trabajar, y luego se sentó con una tetera de té de jazmín y sus libros de contabilidad. Cuando fui a vaciar los restos, vi la botella vacía de Stoli en la basura. Mientras la contemplaba, empecé a sentirme mal. ¿Qué estaba haciendo? El señor Mellark se había tomado muchas molestias conmigo. Por lo que yo sabía, lo hacía con todo el mundo. Sólo había que ver cómo había calmado a Danielle. ¿Y cuántos profesores llevarían a casa a una alumna y además le traerían el desayuno? Por no hablar del hecho de convencer a su madre para que espabilara y actuara con más responsabilidad. Mamá se había deshecho de aquella botella por el señor Mellark. Había sido puntual por él, y tenía la certeza de que papá y ella habían hablado la noche anterior, pues se estaban comportando... por el señor Mellark. Mi familia era semi normal, al menos por una noche; se lo debía al señor Mellark, y yo lo había tratado como a un apestado. Pensé en él, solo, en su casa. Probablemente estaba de pie frente al fregadero comiéndose un yogur. O puede que no estuviera comiendo. La casa estaría limpia y olería a limón, o a rosas, y la encontraría silenciosa al entrar. Así que pondría música, porque el silencio era una manta que podía ahogar a un hombre si no se la sacudía. ¿Qué escogería? Algo suave y relajante. Bach no. Bach era para las mañanas, Bachera dar órdenes y estudiar matemáticas y arreglar el mundo. Mozart tampoco (demasiado alegre). No se me ocurría ningún otro compositor excepto Wagner y Beethoven. Jazz, entonces, o blues. Pero seguro que habría música, porque el señor Mellark pertenecía a ese tipo de hombres. Si había silencio, sería porque él lo habría elegido, no una imposición. Entonces reflexioné: quizá se preocupaba por los demás porque nadie se preocupaba por él. Su mujer estaba lejos. Debía de sentirse solo. Quizá se hacía cargo de los descarriados para sentirse mejor. Al terminar con los platos le dije a mamá que subía a mi habitación para trabajar un poco y que luego me acostaría. Me dio un beso en la mejilla. Tenía los labios calientes por el té, y olía como una flor. Yo sabía cuáles eran los tablones del suelo que crujían, y había leído en algún sitio que la parte más ruidosa de un escalón o un pasillo es justo el centro, donde todo el mundo pisa. Me dirigí con normalidad a mi dormitorio, encendí la luz y cerré la puerta desde fuera. Luego avancé de puntillas, pegada a la pared, hasta la habitación libre. Las bisagras chirriaron, pero tan poco, que sólo yo las oí. Gale no había vivido nunca en aquella casa, así que allí no había nada suyo: ni su cama, ni su guante de béisbol, ni su casco de fútbol americano, ni sus libros. Aun así, si Gale volviera, por alguna razón, ahí es donde dormiría. Cerré la puerta con sigilo, oí el leve tic del pomo al encajar y me quedé un momento quieta. Conocía la disposición de memoria: cama a la izquierda, una cómoda justo delante, un escritorio contra la pared de la derecha, entre dos ventanas... y un teléfono.

El señor Mellark había dicho que vivía a unos treinta kilómetros al sureste, y creía recordar el nombre de la población porque me había señalado la salida la noche anterior. La operadora dio con él enseguida. —¿En la calle J?Una carretera comarcal. Así es Wisconsin: un montón de caminos que no tienen nombre, sino letras o números, y que se abren paso a través de tierras de cultivo. Dije que sí y luego que no, que gracias, que ya lo marcaría yo. Al hacerlo, me aseguré de bloquear el identificador de llamadas, por si acaso... Bueno, por si acaso. Marqué los números y esperé al sonido de tono. Una vez, dos, tres... Al quinto timbre, descolgaron. —¿Hola? Una voz de mujer. ¿O de chica? Joven, pero no más joven que yo. Todo lo que estaba a punto de decir —aunque no sé muy bien qué era— se transformó en polvo sobre mi lengua. —¿Hola? Sonaba cansada, algo enfadada y a punto de enfadarse más. Por detrás de la pausa oí música, notas inconexas de un piano cuya melodía no pude seguir porque ella preguntó de nuevo, ahora furiosa: —¿Hola? ¿Hay alguien ahí? Y luego: —¿Eres tú?Otra voz, de fondo pero acercándose. Un hombre, preguntando quién llamaba.¿Era el señor Mellark? —No lo sé. La voz de ella sonaba ahogada, como si hubiera cubierto el auricular con la mano.

—Creí que... él... llaman desde un número oculto...
La otra persona contestó algo y ella continuó:—  ... Sabes que él... no sabe... aquí.

—Cuelga —oí con bastante claridad.

—Nos dijo que no...Clic.
Al cabo de unos momentos, saltó una grabación que me invitaba amablemente a colgar. Y eso hice. Vale. Probablemente era su mujer. Excepto que no lo era.
Él había dicho que la señora Mellark estaba en Minnesota.
Y la voz masculina, ¿era la del señor Mellark? Bueno, ¿cómo iba a saberlo? Tampoco importaba. El señor Mellark tenía una vida.Y seguro que no me necesitaba en ella. Esa noche leí uno de los correos de Gale. Había tenido un mal día. Su convoy había sido atacado por francotiradores y había tenido que salir a inspeccionar los edificios lo cual, según él, puede acabar contigo con la misma rapidez que un artefacto explosivo casero. Gale consiguió liquidar a dos francotiradores, pero el tercero hirió a su compañero y huyó. La historia era trágicamente familiar, cómo tantas otras que ya había leído antes; sin embargo, esta vez me costó escribir una respuesta. Deseaba y necesitaba hablar con alguien real, no enviar electrones a la otra punta del mundo. Pero también sabía que Gale no podría responder las preguntas que yo me hacía. Terminé por no escribirle. Descubrí que, por primera vez, me faltaba energía para inventar una bonita historia, y eso me hizo sentir aún peor. Que Gale se hubiera marchado no significaba que no me necesitase. Antes de meterme en la cama, entré en el baño y cerré la puerta. Hice correr el agua de la ducha y, mientras se calentaba, me desvestí. Extrañamente, el bolsillo derecho de mis tejanos pesaba mucho... hasta que el porqué me vino a la memoria.
No recordaba haberme metido el cuchillo en el bolsillo, pero lo había encontrado a la hora del almuerzo, escondida en uno de los retretes. Me pregunté si el señor Mellark habría notado su ausencia. Y si era así, ¿sospecharía de mí? Había estado muy ocupado con sus clases y luego yo me había marchado a la biblioteca. Así que o bien lo sabía y no le importaba, o bien no lo sabía.
En cualquier caso, tendría que encontrar un modo de dejarlo de nuevo en su cajón. El cuchillo del señor Mellark —el estilete con «El beso de las grullas»—conservaba el calor de mi cuerpo. Estudié la hoja mientras el agua borboteaba y el espejo se empañaba. Lo prefería, porque no me gustaba mirarme —ya sabes, ni siquiera la cara— y evitaba las cicatrices de los muslos. Nunca sentí la necesidad de inspeccionarme la espalda. (A los doctores, en cambio, les encantan ese tipo de cosas: «Oh, está cicatrizando muy bien».) Hay una peli, Bob, que lo explica muy bien en parte, al menos para mí. Se llama Secretary, y la protagoniza una chica que se autolesiona. El chico del que se enamora es algo grimoso y pervertido, y al final la historia se convierte en un tremendo lío sexual. El sufrimiento de ella prueba lo mucho que le quiere, bla, bla, bla... ese tipo de cosas. Para el chico, las cicatrices forman parte de la belleza de ella. La baña, le lava el pelo, besa cada centímetro de su piel, saborea cada herida. Pero, para ella, cada cicatriz representa una historia, un estado de ánimo, un escenario. Un recuerdo. Así que la colcha de cicatrices llena de recuerdos que se arrastraban cómo lombrices sobre mi estómago... sí, a veces la miraba. Supongo que para recordarme algunas cosas a mí misma: «Aquí, mamá vomitó en las escaleras. Aquí, Psico-papi le propinó un puñetazo a Gale». Mis heridas constituían el resumen de historias que explicaban lo peligrosa que puede ser la vida. Pero aquí estaba el cuchillo de los besos del señor Mellark. Me gustaba su peso, su prometedora solidez. Aquella mañana, durante un rato —antes de que Danielle apareciera—, me había sentido segura en el despacho del señor Mellark. La noche antes, él me había cuidado. Miré la puerta del lavabo. Podía hacerlo. Sería muy sencillo. Un movimiento rápido de muñeca. Una leve presión. Podía hacerlo.
Así que lo hice. Por primera vez en meses, Bob... cerré la puerta con llave.

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