Parte 30

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30: A.

El martes amaneció más frío, pero aún sin nubes. Corrimos por la propiedad del señor Mellark, una vuelta en el sentido contrario a las agujas del reloj desde su casa, bordeando el lago, y luego en dirección oeste a través de los bosques hacia FaringPark. Tal como había prometido, el señor Mellark me cronometró en carrera continua: quince minutos a ritmo lento, veinte apretando al máximo y luego quince más a trote ligero. No intercambiamos palabra. El señor Mellark dijo que eso me impediría prestar atención a las sensaciones de mi cuerpo cuando me acercara al límite, y que tenía que aprender a reconocerlas.

-Debes saber reconocer cuándo a tu cuerpo le queda todavía un último empuje. La victoria es una combinación de habilidad, determinación y estrategia. No serás capaz de ganar a menos que sepas cuándo apretar el gatillo. No tenía ningún interés en saberlo; me sentía feliz por el mero hecho de estar al aire libre. La sesión fue mejor que la del día anterior: en el aire cortante flotaba un aroma a enebro y abeto. Sentía el cuerpo reluciente y poderoso, como una pantera deslizándose sobre la tierra, corriendo a través del bosque. La ruta de vuelta nos llevó hacia el sureste y luego al norte, alrededor del montículo más alto del lago. Para entonces eran ya más de las nueve y pude distinguirel agua entre los árboles, su superficie brillante como la mica, ahora que la neblina matutina se había levantado. Entonces reparé en una serpenteante pista secundaria bordeada de hierbas aromáticas y al erces que llevaba hasta el lago. Los rayos de solse filtraban entre las ramas de los árboles y me pareció entrever el brillo de un cristal. Recordé las imágenes de Google Earth, en las que se distinguía una pequeña cabaña entre los bosques. De vuelta en la casa, había toallas limpias en el baño de invitados y zumo de naranja en la cocina. Después nos dirigimos a una granja a diez minutos de FaringPark, ahora convertida en un acogedor bistró en el que había una vitrina con pan y bollos artesanales y una pequeña cocina. Cuando abrimos la puerta, sonó una campanita.
La mujer que había detrás del mostrador alzó la vista.
-Peeta -saludó, y después sus ojos se movieron hacia mí-. ¿Una de tus chicas? El modo en que pronunció la palabra «chicas» me incomodó. El señor Mellark se limitó a soltar una risita y colocar una mano protectora sobre mi hombro, como un entrenador. ¿Qué pasa, Adelaide? ¿Estás celosa? Ella resopló.

-Soy veinte años demasiado mayor para eso. ¿No estáis a punto de finalizar la temporada? -Nunca es demasiado tarde para sumar a una gran corredora al equipo. Adelaide, Katniss. Katniss, ésta es Adelaide, la mejor cocinera del condado y una chismosa rematada.

-Hola -dije-. Encantada de conocerla.

-Eso lo dudo mucho. Por otra parte, Peeta tiene razón: soy la mejor cocinera del condado.
-Adelaide le dedicó una leve sonrisa al señor Mellark-. ¿Cómo está Kathy? -Bien.
Está otra vez en Minneapolis, visitando a su padre -respondió él. Adelaide desvió entonces el tema hacia el cáncer y la larga agonía que había padecido su padre. A continuación pedimos, llenamos unas gruesas tazas blancas de café y nos dirigimos a un pequeño comedor. Un alegre fuego chisporroteaba en una chimenea de piedra. Aparte de dos tipos con mono de trabajo sentados a la mesa más alejada, junto a la ventana, éramos los únicos clientes. Llevamos los cafés a una mesa dispuesta frente a la chimenea. Durante unos incómodos segundos no dijimos nada, y creo que fue entonces cuando tomé conciencia de que aquello era muy extraño, como si me hubiera transportado a un universo paralelo, un lugar donde llamaban al señor Mellark por su nombre y sabían qué quería comer (tortitas con fresa y salchichas) sin tener que preguntárselo. Seguro que en algún lugar había un camarero que sabía con exactitud cómo le gustaban al señor Mellark los Martinis, en caso de que los tomara. Al pensar en ello -en el ladino modo en que Adelaide había sacado a colación el nombre de la señora Mellark-, sentí un diminuto pinchazo de celos. ¿Una de las «chicas» del señor Mellark? Aquello me hacía sonar como una... bueno, como una prostituta.

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