Capítulo 30

62 6 0
                                    


Jamás pude entender qué es lo que Fiona veía en Carl; no es que no hubiera nada que ver, simplemente yo nunca fui capaz de verlo. A decir verdad, quizá ella sólo veía una cara.

Se trata del efecto halo, como lo llaman los psicólogos. Tomar un rasgo de la personalidad de alguien e interpretar todo su comportamiento como bueno o malo, dependiendo de si esa característica es positiva o negativa. Por supuesto, es lo que siempre pasa cuando uno está enamorado, hasta tal punto que algunos afirman que enamorarse de alguien es la manera menos efectiva de llegar a conocerle.

Lo que él ha hecho, concretamente, lo que hizo la semana pasada, ha quedado encubierto por el amor y el efecto halo, lo cual puede que sea su mayor delito, delito por el cual jamás será juzgado.

Nada de policía, jamás sabrán nada. Hemos discutido con ella, le hemos suplicado, pero está decidida: sólo empeoraría las cosas, no sé cómo, pero está en su derecho, más que nadie, de tomar esa decisión.

Ella se ha mudado con Stuart, aunque no tenía por qué hacerlo, el piso era tan suyo como de él, «demasiados recuerdos», dice, «demasiados recuerdos». Así que ahora permanece recluida en un sofisticado cobertizo en Whitechapel, rodeada de un millar de fotografías de Kelly Brook y Angelina Jolie sonriéndole.

Y aquí estamos los tres, en la habitación de Stuart. El olor a rancio continúa donde estaba, aunque disfrazado bajo un almizcle químico de desodorante Lynx.

-Estoy segura de que no habrá ningún problema para que te quedes en casa de Jacqui. Lo comprenderá si se lo explicamos, ya sabes, la situación.

-No-me interrumpe Fiona-, no quiero que nadie lo sepa, estoy bien aquí,

-Martha, aquí no habrá nadie las próximas tres semanas -explica Stuart, tumbado en la cama-. Jim y Webby (sus compañeros de piso) están aún en Australia.

-Pero, y no me lo tomes a mal Stu, en estos momentos ¿realmente crees que éste es el sitio más apropiado para ti, Fee? -digo, mirando a mi alrededor este testamento enlatado de testosterona adolescente. Los posters de la FHM, las chicas de los melones, el merchandising de Top Gun.

-Pues sí -dice- en este momento es el único lugar en el que puedo quedarme.

En la cara se le notan aún algunas marcas, y aunque el moratón casi ha desaparecido y ya no lleva la gasa, la mirada vencida permanece, derrotada.

Me puedo imaginar por qué Stuart se quería quedar a esperar que Carl volviera: para vengarse, para causarle el mismo dolor, para «sacarle todos los putos dientes a patadas». Pero creo que hice bien evitando esa situación y ayudando a Fiona a desaparecer bajo la amenaza de contárselo todo a la policía si alguna vez volvía a acercarse a ella.

Durante esta semana he procurado estar con ella todo lo que he podido, tratando de hablar de cualquier cosa que le pueda ayudar a olvidarse de todo durante un rato. Pero no ha funcionado; a simple vista puede parecer que está bien, no rompe a llorar cada cinco minutos, ni se ha tirado por la ventana, ni se ha puesto a escuchar a The Smiths ni a citar a Sylvia Plath; pero tampoco juega al karaoke con el cepillo del pelo y se ha tirado cinco días sin decir «vaya puta mierda» ni «me cago en la leche»; tampoco sonríe, no con esa radiante sonrisa de alegre relaciones públicas; ha ampliado algo la sonrisa, como la de una triste viuda que ha tenido un buen día, eso es todo.

En otras palabras, ya no es la de antes.

Y luego está Stuart; al observarlo, me doy cuenta de que en la última semana ha cambiado, se ha hecho mayor y más sabio, parece que cuidar de su hermana le ha vuelto algo más civilizado. Por ejemplo, ahora me llama por mi nombre de pila, en lugar de por algún apodo de machote (Martita, Seymore, la Seymore, etc.).

Por Dios, ¡si hasta ha empezado a echarse la cerveza en un vaso antes de tomársela!

Puede que os parezcan detalles sin importancia, pero no puedo evitar pensar que en realidad, entrañan un gran significado.

Y luego, estoy yo.

Aunque tampoco puede decirse que toda esta situación me haya cambiado sustancialmente, sí es verdad que he empezado a ver las cosas de otra manera. He tenido que reconocer que existen más cosas en el mundo aparte de acostarte con quien no te tienes que acostar. Me he dado cuenta de que la cocaína es mejor dejársela a los guardias de tráfico, y también he descubierto que la imagen de Luke con otra mujer no me resulta tan dolorosa como la de Fiona sufriendo a manos de Carl.

Ni de lejos.

Cuando pasa una cosa de éstas no hay forma de verle el lado positivo, no hay consuelo alguno, pero sí que se adquiere cierta perspectiva.

Y hoy por hoy sí que lo veo todo mucho más claro; veo, por ejemplo, que jamás hubo cien mil Lukes, sólo había uno: el que yo amaba.

Aquel con el que discutía en nuestro día de compras semanales.

El que siempre decía «todo eso son tonterías» a todo, seguido de un ¿no? Como buscando aprobación.

El que me protegía mientras dormía.

Y, efectivamente, el que me fue infiel. Pero vamos, es que no he sido muy razonable ¿verdad?, quizá Jacqui tenía razón: la fidelidad de la gente depende de las opciones que tenga, pero no sólo en el sentido en que ella lo decía.

Mira a Alex, un tío guay, no, un tío muy guay, el mejor. No puedo fingir que sólo por el hecho de que soy el objeto, y no el sujeto de su infidelidad, la cosa cambie. Y para ser sincera conmigo misma, la primera vez que volví a ver a Alex, yo también fui infiel, al menos mentalmente, y, aunque el sexo mental es mucho menos arriesgado que el sexo en la cama, no deja de ser sucio. Así que, Martha Seymore, es hora de licenciarse; es hora de perdonar (a Luke) y olvidar (a Alex), y ya va siendo hora de hablar las cosas.

El mundo real espera ahí fuera y está a un sólo trayecto en metro de distancia.

El factor exDonde viven las historias. Descúbrelo ahora