Capítulo 34

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El juego de la botella.

Cuando tenía trece años, esta hilera de palabras sólo producía en mí una emoción: miedo; puro miedo concentrado.

Y no es que los chicos me dieran miedo, por aquel entonces me sentía absolutamente fascinada por ellos; solía observarlos, siempre desde una distancia considerable, para ver cómo interactuaban entre ellos; les miraba con interés casi antropológico; les observaba cuando se peleaban, cuando jugaban al fútbol o lanzando sus bolsas de deporte al aire.

Era lo de besar lo que me asustaba, mejor dicho, lo del morreo. Más o menos sabía de qué iba lo del beso, pero lo del morreo, eso era otra historia. Lo había presenciado, por supuesto, pero independientemente de las miles de veces que hubiera visto a Desdémona darse el lote con sus novios, aún no estaba segura de sería capaz de sacarla (la lengua). No tenía ni idea de qué es lo que tenía que pasar en el oscuro abismo invisible que quedaba entre los labios. Me aterrorizaba hacerlo mal, que se rieran de mí, que me tacharan de imbesable.

Pero también me aterrorizaba otra cosa: morirme a los noventa y nueve sin haberle dado un morreo nunca a nadie. Ya a los trece pertenecía a la minoría, al último reducto de inmorreadas, una especie en lenta pero indudable extinción, directamente proporcional a la creciente popularidad del juego de la botella. A decir verdad, prefería pasar la tarde jugando a la ruleta rusa que pasar por la humillación de hacerlo mal. Pero, tal como he dicho, la imagen de mis nonagenarios labios descansando en paz tras toda una vida haciendo lo mismo, me resulta algo sombría.

Tanto que, la quinta vez que me invitaron a una fiesta en la que se iba a jugar a la botella, decidí aceptar.

-Así que, ¿vas a ir? -me preguntó Desdémona tirada en la cama rodeada de muñequitos de peluche cursis y osos amorosos.

-Ajá.

-Tu primera vez para todo.

-Ajá.

Tenía un cosquilleo en el estómago, sólo faltaban dos días para que se decidiera mi destino. Me senté y me quedé mirando los pósteres de los Back Street Boys que tenía colgados de la pared, tratando de reconfortarme con las fotos en blanco y negro de tíos buenos y bíceps.

-¿Estás bien, Martha?

-Ajá.

-Parece que estés nerviosa por algo.

-No es... nada.

Me lanzó la mirada de «no te creo» y sonrió, como solía hacer cuando yo me encontraba visiblemente atormentada.

-Estás nerviosa por lo del sábado ¿verdad?

-No -respondí, demasiado apresuradamente como para sonar convincente.

-Ah, me había parecido-cacarea, estrujándose un osito contra el estómago.

-No, de verdad, Des, déjalo.

Empezó a asentir con la cabeza, como hacen los médicos cuando descubren la enfermedad de un paciente.

-Te da miedo jugar a la botella -me diagnosticó (correctamente, por supuesto).

-No... no... no me da.

Entonces, y esto lo recuerdo lúcidamente, se puso el osito delante de la cara y empezó a hablar como si fuera el osito el que decía las cosas; hasta puso otra voz, dándole un tono seudoaristocrático, ese mismo tono que utiliza ahora a tiempo completo.

El factor exDonde viven las historias. Descúbrelo ahora