Capítulo 17

95 6 0
                                    

  

      Pasar página.

      La idea de concluir algo para siempre, de exorcizar tus demonios de una vez por todas. ¡Bah! Ni en tus sueños.

      De hecho, no en tus sueños, en los tuyos no, precisamente. ¿Cómo puedes? Seguro que lo puedes hacer, como hiciste cuando se te murió el perro (ay, Wordsworth, te echo de menos) o cuando Desdémona le enseñó a toda la piscina tu verruga (la muy zorra). Pero todo este asunto que llega tan hondo; ésa es otra historia. Cuanto más tratas de olvidarte de él, más persistente es, igual que ocurre con los pretendientes rechazados, o mejor dicho, como una se imagina que ocurre con los pretendientes rechazados.

      Por supuesto, mi pretendiente rechazado está muy bien y es muy elegante; de hecho, está tan bien y es tan elegante que estoy empezando a dudar si realmente lo rechacé. No me malinterpretéis, ya le he olvidado, bueno, casi. Aunque tirarme a Siraj fue un error innegable, al menos con eso he conseguido avanzar algo. La amnesia selectiva que acompaña al amor está retrocediendo y estoy empezando a recordarle tal y como realmente era. Un imbécil embustero, egocéntrico y estrábico; un archidesgraciado pellejudo con la cabeza afeitada.

      Pero la memoria a veces es muy graciosa, ella: realmente uno nunca recuerda las cosas tal como las ha vivido ¿verdad? Es posible recordar, más o menos, lo que ocurrió, pero las partes que se consideran importantes van variando con el tiempo.

      Por ejemplo, todo lo que antes me parecía importante, todas esas palabras vacías que salían de la boca de Luke y que yo introducía en mi alma como si fueran un cálido manto se han desvanecido, ya no significan nada.

      Y las cosas a las que yo no daba importancia alguna, todas las incoherencias que yo pasaba por alto se me antojan señales de tráfico que no supe ver por el camino; todas esas pequeñas cosas. La manía de corregirme en todo.

      La manera de descartar toda idea que no fuera suya («¿En qué se basa eso?», me preguntaba cada vez que yo llegaba con alguna teoría nueva sobre los condones).

      La manera de decir «estás bien» cuando le hacía la eterna pregunta (inspirada en la Hepburn) de «¿Cómo me ves?».

      La manera que tenía de despreciar a todo el mundo nada más verlos y de reducirlos a simples sombras (Siraj: «un cabrón que se las da de artista»; Fiona: «doña remilgada»; Stuart: «el fofo»).

      Pero lo peor era cómo cambiaba cuando estaba con sus amigos, incluso fumaba de otra manera: inhalando el humo con la cabeza hacia atrás, echando el humo por el lado izquierdo de la boca y después sacudiéndolo agresivamente con el dedo índice por encima del cenicero (en lugar de darle golpecitos con el dedo gordo por abajo, como hacía conmigo), lo cual es muy significativo, creedme.

      Así que mis pensamientos giran en torno a Luke, como siempre, nada nuevo, pero ahora, en este justo momento también están con otra persona, alguien a quien me sorprendió encontrar en mi mente. No, no es Siraj, sino Alex; ahora me acuerdo mucho de cómo me sentí cuando lo vi con Desdémona por primera vez desde que terminamos el instituto.

      Cuando le dije que había cambiado mucho, lo decía de verdad, especialmente en el físico.

      Estaba más alto.

      Más ancho.

      La cara se le había puesto más cuadrada, todo en él era ahora más amplio. Los granos habían desaparecido y, en su lugar había aparecido una barba dorada e hirsuta que se le extendía uniformemente por las mejillas.

      Hasta sus ojos parecían diferentes; aunque seguían siendo los mismos ojos marrón oscuro, ahora eran más firmes. Ese pánico subyacente que detecté hace una década se había tranquilizado, las deportivas gigantes, los vaqueros holgados y las chaquetillas del chándal chillonas que acostumbraba a llevar habían sido desterrados para dejar paso a un aspecto mucho más sereno. Desgastados vaqueros ajustados y un elegante jersey negro de pico. Se ajustaba claramente a ese grupo selecto de varones de veintitantos que han logrado a la perfección el look de «no me preocupo por mi aspecto».

      Pero quizá, la diferencia más evidente (al menos durante esos primeros e importantísimos diez segundos) era su forma de caminar. Resultaba increíble que aquel cambio se hubiese producido en tan sólo nueve años y no en todo un ciclo evolutivo; ¿aquellos incómodos pasos de cromañón enfundados en unos pantalones Kappa habían desaparecido; ahora era, sin ninguna sombra de duda, un ser humano hecho y derecho. (Esta metamorfosis habló por sí sola cuando dijo: «Uau, Martha, no has cambiado nada»; algo preocupante; ¿es que hemos estado en dimensiones temporales distintas desde que terminamos el instituto?).

      Conforme fueron transcurriendo los minutos, no noté diferencia alguna que no fuera física.

      Sonreía.

      No tartamudeaba.

      Olía a Hugo Boss en lugar de a Insignia.

      Me miraba a los ojos en lugar de a las tetas cuando me hablaba.

      Decía cosas como: «es una pena que hoy en día el éxito sólo se entienda en términos económicos».

      Ya no decía cosas del tipo: «Ey, Martha, ¿qué pasa? Vas muy guay».

      Y si no llega a ser por el evidente hecho de que estaba con Luke, le hubiera dado sin lugar a dudas una puntuación de diez sobre diez en la escala IFI. Bueno, venga, nueve sobre diez, le quito un punto porque se había puesto un poco regordete, pero sólo un poquito, la cara; pero bueno, no hay que olvidar que es chef de cocina y además, le sentaba bien a su nuevo yo.

      Cálido, positivo, agradable.

      Así que sí, después de todo, creo que hubiera sido un diez.

      Pero claro, en aquel momento no estaba pensando en él, yo tenía a Luke, el archidesgraciado pellejudo, el atractivo y guapísimo archidesgraciado pellejudo. Y Alex tenía a Desdémona.

      La tiene.

      Alex tiene a Desdémona, por lo que no puedo pensar en él de esa manera, aún no puedo. ¿O sí? Así que no. No paso página.

     

El factor exDonde viven las historias. Descúbrelo ahora