Capítulo 2

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      Me dirijo hacia el este en la línea central que conduce a Bow, aplastada entre el sobaco de un obrero en sábado y la mochila de un turista alemán, trato de hacer lo posible por tomar algo de perspectiva. Después de todo, sé todo lo que hay que saber en este tipo de situaciones.

      No es nada del otro mundo—pienso—, ocurre continuamente, por supuesto que ocurre, a cada segundo, cada hora de cada día, en cada una de las esquinas de Londres. Las relaciones se terminan, unas con un portazo y otras con un lamento. Forma parte de la vida.

      Trato de recordar algún momento en que me haya sentido peor, pero sé que es una estrategia contraproducente y tan efectiva como arrancarte un brazo para olvidarte de que te duele de cabeza.

      Pienso en la única tragedia personal de importancia de la última década: hace cuatro años, la muerte de mi abuela. Perversamente, intento reconstruir la conmoción que sentiría y, sin embargo, todo lo que recuerdo es un sentimiento de culpabilidad absoluta. No ese tipo de responsabilidad que te hace sentir responsable de algo, sino del que te invade cuando te das cuenta de que no sientes nada; ése que te hace plantearte: ¿por qué no me afecta? No, no se puede ni comparar con el dolor absoluto, imperturbable e irracional que siento en este momento.

      Después, por primera vez en los últimos veinte minutos me asalta un pensamiento pragmático: estoy sin casa. El único castigo que le he infligido a Luke es echarme a mí misma de casa. Todo lo que tengo es lo que hay en mi bolso Anya Hindmarch (el monedero, un paquete de Marlboro Light, brillo de labios, el móvil, cápsulas de equinácea y pañuelos de papel usados) y la ropa que llevo puesta, ¡Muy bien, Martha, así aprenderá! Por supuesto, sé que tendré que volver por mis cosas en algún momento, pero no será hoy. Imposible.

      Casi por instinto he decidido ir a casa de Fiona. Fee es mi mejor amiga, forma parte de mí, como yo formo parte de ella. Sus credenciales de mejor amiga son fáciles de identificar: le importo, pero no me juzga. A pesar de ser medio alemana (por parte de madre), se sorprende de que exista el concepto de schadenfreude, vamos, lo que viene a ser alegrarse de las desgracias ajenas. Si me siento como una mierda, en ella no hay ni la más mínima sombra de triunfo, ni de falsa compasión. Nunca te suelta un «te lo dije» o un «sabía que esto podía pasar», aunque lo piense. En estos días, es una rara cualidad, especialmente con los amigos. Además, es la persona en mi vida cuya historia personal más se parece a la mía: fuimos juntas a la universidad y nos escaqueábamos juntas de las mismas clases de Psicología Cognitiva. Nos reíamos, llorábamos y nos pelábamos; se nos fue la cabeza en Ibiza y luego, en cuanto nos licenciamos en Leeds hace tres años, nos mudamos juntas a Londres.

      Durante nuestro primer año en la gran ciudad compartimos piso y juergas bien regaditas de vodka. Luego, en el mismo mes ella conoció a Carl el Fotógrafo de Moda y yo conocí a Luke, el Cabrón Mentiroso (anteriormente conocido como el Periodista Más Sexi del Planeta). Aunque ya no nos veíamos tanto, la simetría permanecía intacta, hasta ahora, claro. De repente, todo parecía desequilibrado.

      Cuando llegué al complejo de apartamentos me quedé un rato delante del telefonillo para tranquilizarme antes de llamar.

      —¿Sí?

      —Fee, soy yo.

      —¡Ay, hola! Te abro.

      Entré y atravesé el vestíbulo dirigiéndome a su apartamento. Ahí estaba su esbelta silueta, esperándome junto a la puerta. Conforme me fui acercando, me leyó la cara.

      —¿Qué pasa? Tienes un aspecto horrible.

      Me quedé frente a ella, evitando mirarla a los ojos.

El factor exDonde viven las historias. Descúbrelo ahora