Capítulo 29

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Justo lo que necesito.

Os diré lo que me hace falta justo en este momento: necesito escuchar la melosa voz de Fiona al otro lado del telefonillo; necesito ver su cara, tan cálida y perfecta, necesito contárselo todo y que ella me lo cuente otra vez con un poco de azúcar espolvoreado por encima.

Pero lo que obtengo no es lo que necesito, a estas alturas debería saberlo ya.

Para empezar, la voz que sale del telefonillo es la de Stuart, no la de Fiona y, aún con la distorsión del pequeño altavoz, noto que algo va mal, me doy cuenta al instante.

-Stu, soy yo.

-Te abro.

Cuando llego al territorio de Fiona, el corazón me da un vuelco, aterrizando en el estómago: algo ha pasado.

Por lo general, los psicólogos no tenemos tiempo para ocuparnos del sexto sentido, siempre decimos que con los cinco nos bastamos, y tenemos pruebas para demostrarlo, pero ahora ya no estoy tan segura; no en este momento, no cuando me veo entrando en otra órbita aún más oscura. Es una sensación física terrible, como un hormigueo.

Se abre la puerta y Stuart, o más bien alguien que ha poseído el cuerpo de Stuart aparece detrás.

-¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Dónde está? -le disparo un montón de preguntas a bocajarro.

Stuart se hace un lado y entro por el salón ha pasado un tornado, todo está tirado en el suelo o roto, o ambas cosas, como en una reconstrucción de CSI.

La tierra oscura de las dos yucas está extendida diagonalmente por el brillante parqué a lo largo de toda la habitación, como una cicatriz. Las plantas también están tiradas y los maceteros rajados junto a la lámpara de pie (que, junto con el televisor, es el único objeto de la habitación que está intacto y en su sitio). La torre de CD que casi llegaba al techo está desparramada por el suelo, al lado de la estantería modular estilo tótem. Un ejemplar de Cómo tener lo que quieres (y querer lo que tienes) está a mis pies, boca abajo con la californiana sonrisa del autor destellando desde la contraportada. Otros manuales de autoayuda y psicología salpican el suelo, cubiertos de tierra y cristales rotos.

-¿Qué narices...?

Estoy asustada, mis pensamientos parecen un titular del Daily Mail: Estoy siendo testigo del escenario de un violento robo, me digo a mí misma, perpetrado por una pandilla de jóvenes fuera de sí por la heroína, que buscan un medio de financiarse el próximo chute. Al fin y al cabo, este barrio es como el Bronx. Enseguida me doy cuenta de que no se trata de eso, no falta nada, todo está desordenado, eso sí, pero no falta nada de lo que había en este salón. De repente, oigo un ruido, un gemido desconsolado que procede del dormitorio. El hormigueo se convierte en náuseas, parece que ha pasado una eternidad desde que he entrado en el piso, este universo paralelo, pero deben de haber pasado tan sólo unos segundos, diez como mucho.

Me dirijo al dormitorio tropezando con todo, dejo atrás a un Stuart mudo y empiezo a atar cabos. El ruido, el gemido, procede de Fiona, está ahí, delante de mí, echada boca abajo en la cama, sollozando en la colcha; el pelo, que normalmente cae impoluto, es una maraña. Lleva puesta una bata.

Al sentir mi presencia, (o al menos la de alguien), en la habitación, trata de recuperar un poco la compostura; puedo escucharla y verla, tratando de silenciar sus lágrimas, enterrando la cara aún más en la colcha, pero es evidente que los mocos y las saladas lágrimas continúan brotando.

-Fee, soy yo, Martha. -No hay respuesta inmediata, miro a Stuart, tiene los ojos llorosos-. ¿Qué ha pasado? Ahora la pregunta adquiere un tono más delicado. La respuesta, aunque inevitable, me hace temblar.

-Carl -a Stuart casi se le atraganta el nombre-, ha sido Carl.

Aunque es un amago de respuesta, no aclara nada. Entonces, Fiona se incorpora lentamente, volviéndose hacia nosotros en la cama. La visión me hace retroceder, ahogando un débil gemido en la garganta.

Tiene la cara completamente transformada. El color beis uniforme y simétrico que siempre tiene su piel se ha desvanecido y, en su lugar hay otros colores en el lado izquierdo de la cara; tiene un moratón y un profundo arañado rojizo. Lleva una gasa en la frente y uno de los párpados está cerrado por la hinchazón.

Pero la verdadera sorpresa es cuando observo la manera en que me mira; no reconozco esa mirada, al menos en ella. Sus ojos, mejor dicho, el ojo bueno mira fijamente como en gesto de rendición, como si hubiera visto demasiado para tratar de fingir. Tiene la mirada perdida, distante. Al verle la boca, que permanece abierta, inmóvil, resulta difícil imaginarla otra vez sonriendo.

Voy hacia ella y me subo de forma extraña a la cama, la envuelvo con mis brazos y ella posa la cabeza delicadamente en mi hombro. La trato con delicadeza, como si fuera un paquete frágil.

-Lo siento -dice, sombría-, lo siento mucho.

Sobre la mesita de noche yace el cepillo del pelo, ese cepillo que tantas veces ha hecho de micrófono imaginario, y me viene a la cabeza la visión de Fee en esta misma cama, equipada con un meneo a lo Elvis y su sonrisa ladeada representando aquel vídeo de Las Vegas 68. Me inunda un inmenso sentimiento de tristeza y nostalgia, y tengo que reprimir las lágrimas.

El silencio es sepulcral, luego Stuart comienza a contármelo todo.

-Se lo ha hecho él. Ese pedazo de mierda le ha pegado y ha destrozado toda la casa, ese cabrón drogata hijo de puta. -Stu tiembla de ira y miedo. Fiona alza la cabeza para secarse las lágrimas.

-¿Cuándo has llegado? -le pregunto a Stuart en un tono deliberadamente prudente.

-Media hora después de que todo ocurriera, en cuanto Fiona me llamó.

Durante los siguientes diez minutos, me lo cuenta todo y Fiona va corrigiendo algunos detalles incorrectos, o empieza a sollozar al recordarlos. Lo que ha pasado es lo siguiente (trataré de ser lo más objetiva posible sin tratar de pasar nada por alto): Al principio de la semana, Fiona descubrió que Carl había estado sacando dinero de su cuenta corriente para conseguir cocaína. Desde el principio, ella sabía que él tenía «un pequeño problema», pero realmente ignoraba la magnitud del mismo. Tras una de sus juergas de fin de semana, finalmente ella decide encararse con él, lo cual acaba resultando ser una enorme equivocación. Carl estalla de ira y empieza a destrozar el apartamento; una vez ha terminado con él, se dirige hacia Fiona agarrándola por el pelo y tirándola al suelo; ella, aturdida, se levanta con el corazón a cien; pero la cosa no ha acabado aún, la sujeta otra vez del pelo, la arrastra, atravesando el enorme destrozo, en dirección a la cocina. Empieza a golpearle, riéndose; ella le suplica y él vuelve a pegarle. Ella se cae golpeándose contra la hornilla; en el suelo, con la cocina dando vueltas, lo ve de pie junto a ella; empieza a desabrocharse la bragueta y se saca el pene. Va a violarla, pero se lo piensa dos veces.

Cuando Stuart recibe la llamada está en el bar tomándose algo después del trabajo; llega en veinte minutos; él le ruega que vayan al hospital y a la policía. Tras ducharse, acude al hospital, pero no a la policía. Stuart me cuenta que se ha negado porque lo único que conseguirá será empeorar las cosas. Tras curarle y vendarle el corte en la frente, la enfermera del hospital le dice que no hace falta curarle nada más, porque las heridas eran, perdón, son «superficiales».

En una hora están de nuevo en casa.

Stuart se ha sentado también en la cama, acariciándola cariñosamente, con la cara descompuesta por el dolor, la incomprensión y la ira.

Hay que organizar algunas cosas, para empezar, el piso, la cuestión de dónde va a dormir Fiona esta noche, y Carl.

-Todo va a ir bien -le digo, aunque las palabras suenan algo patéticas. Es como si el silencio que impera en la habitación me diera su propia respuesta, contradiciéndome.

Jamás volverán a ir bien, nunca.

El factor exDonde viven las historias. Descúbrelo ahora