III

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El sábado por la mañana Lionel se despertó con un escalofrío recorriéndole el cuerpo. Fuera de su departamento el sol achicharrante daba de lleno en la ciudad, y si bien el meteorólogo inauguraba temperaturas de treinta grados para arriba, él no sentía nada. En realidad estaba temblando de frío y bañado en sudor.

El corazón le latía a la velocidad de la luz y no podía respirar con normalidad. Parecía que los niveles de oxígeno eran inexistentes y sus pulmones enormes. Nada le alcanzaba, nunca era suficiente.

Se sentó en la cama, abrazó sus piernas y apoyó la frente en sus rodillas. Una voz, su propia voz, clara y concisa le decía cómo debía actuar. Cerrar los ojos, inspirar, mantener, exhalar. Inspirar, mantener, exhalar. Inspirar, mantener, exhalar. Así hasta que el mundo volviera a ser habitable, hasta que las paredes no se cayeran sobre él, hasta que el corazón dejara de creerse atleta olímpico. 

No tardó mucho tiempo en volver sobre sí mismo. Cuando lo hizo, y si bien su cuerpo estaba adolorido y débil, se levantó y fue al baño. Sin mirarse al espejo (él sabía exactamente cómo lucía) se lavó los dientes y la cara. Volvió a salir y deshizo la cama. Las sábanas llenas de sudor las reemplazó con las únicas limpias que tenía de repuesto y puso las otras a lavar. Pensó que sería buena idea comprar otro juego de sábanas, luego descartó la idea.

Apenas tengo para comer, pensó, ¿qué sábanas puedo comprar?

Puso la pava para preparar el mate pero se percató que no tenía yerba.

—Dios, es el día más triste de mi vida —se quejó, tan dramático como solo él podía serlo.

Vio cómo un gorrión se posaba tranquilo a cantar en la reja de la ventana y suspiró largamente.

—La vida es una agonía, amiguito, menos mal que no tenés que padecerla como los humanos.

De repente se dio cuenta de lo que estaba haciendo y sonrió con lástima. Lástima por él mismo. ¿Desde cuándo se quejaba con un pájaro? Era una locura.

Si bien no tenía yerba, al frasco de café molido sí le quedaba apenas unos gramos. Los puso en una taza y lo diluyó con agua caliente. Y, por más que no acostumbraba hacerlo tan temprano, sacó además un cigarrillo del atado que tenía en la mesita de luz. Café y cigarrillos, desayuno de campeones.

Dejó el café en la mesita ratona en la sala, al lado del cenicero, y se dejó caer en el sofá. Soltó otro suspiro y luego se llevó el cigarrillo a los labios. Inhaló y cerró los ojos para relajarse. Sentía los músculos muy tensos aún y necesitaba liberar un poco el estrés. Imaginó que con el humo soltaba todos sus problemas y preocupaciones y exhaló. Repitió el acto tres o cuatro veces antes de abrir los ojos e inclinarse para buscar la taza y tomar unos sorbos del café amargo.

A lo lejos, sobre la mesita de luz, divisó su libreta. Sin ánimos se levantó y fue a buscarla, del piso también levantó un lápiz y se percató que tuviera punta, acto seguido volvió a sentarse. Abrió la libreta y fue pasando las hojas llenas de cosas escritas hasta llegar a la última. Releyó lo poco que tenía sobre su última idea y dio otro sorbo a su café. Dejó el cigarrillo apoyado en el cenicero y agarró el lápiz sin saber exactamente qué iba a escribir.

Cerró los ojos unos segundos y se imaginó un poco la historia que quería contar. En su cabeza los personajes y sus colores eran nítidos pero una vez que quería encontrar las palabras para describir sus características y sus acciones, el lenguaje le quedaba corto. ¿Cómo hacía para describir a alguien tan complejo de forma que los niños entendieran?
Además se encontraba con otro problema: no tenía nada más que los personajes y una trama lineal medio aburrida. No iba a sacar más que diez páginas con mucha suerte.

Algo en el fondo de su corazón le decía lo que tenía que hacer, pero Lionel se negaba rotundamente. No pensaba trabajar con un ilustrador, antes muerto que compartir su trabajo con alguien que no era de su entorno.

Sin embargo, su cuerpo actuó nuevamente por sí mismo, porque se encontró anotando en el margen de la hoja "buscar ilustrador, rápido!!!!".

De repente el teléfono lo sacó de su trance. Con el cenicero en la mano se acercó al aparato y descolgó. Antes de hablar se llevó el cigarro a los labios y le dio una calada corta.

—¿Hola?

—Hola, Lionel, soy Walter.

Sí, Lionel lo sabía. Su editor era la única persona que lo llamaba.

—¿Qué tal, Walter, todo bien?

—Sí, estaría mejor si supiera con certeza que estás trabajando en algo.

Lionel se apoyó contra la pared y puso los ojos en blanco. Su amigo y editor tenía el mejor timing del mundo. Siempre llamaba cuando estaba a punto de mandar todo a la mierda.

—De hecho justo me agarraste en eso —le dijo. Samuel, del otro lado, solo soltó un incrédulo "ajá"—. En serio, estaba viendo mis notas. Y creo…

Scaloni no se animó a decir lo que debía porque sabía la respuesta de antemano.

—¿Y creés qué cosa?

Puteó para sus adentros y se tragó el orgullo una vez más.

—Creo que voy a precisar un ilustrador —dijo en voz baja.

—¿Qué? Hablá más alto, Lio.

Scaloni se mordió el labio irritado y cerró los ojos. Respiró hondo antes de repetir sus palabras.

—Que voy a necesitar un ilustrador, Walter.

Escuchó del otro lado la sonora carcajada de su editor y sintió su mandíbula tensarse. Ah, cómo lo detestaba a veces.

—Muy bien, muy bien —habló Walter una vez logró calmar su ataque de risa—, pero vas a tener que buscarlo vos mismo.

—¿Me estás boludeando?

—No, señor. Te recuerdo que como la editorial está en quiebra no podemos pagar tantos sueldos. Los ilustradores se fueron al carajo apenas supieron que íbamos a hacer recortes.

Y qué razón tuvieron, pensó, pero todo lo que salió de sus labios fue un suave "mhm".

—O sea que me toca salvar la editorial y buscar un ilustrador. ¿Y cómo se supone que le voy a pagar si no hay plata en ningún lado?

—No es problema mío, Scaloni. —fue toda la respuesta de Walter. Antes de que pudiera abrir la boca para responder, el pitido típico que indicaba que habían cortado lo detuvo en seco.

—Si será hijo de puta…

El país atravesando una crisis, la editorial atravesando una crisis, él atravesando una crisis, todos atravesando una crisis. Tal vez el libro debería tratar de eso y advertirle a los chiquitos todo lo que les tocaría vivir en un futuro.
Ahora se le sumaba otro problema. ¿De dónde iba a sacar él un ilustrador dispuesto a hacer su trabajo sin ver un peso hasta que terminaran? Y a eso debía sumarle el hecho de que la cantidad de su sueldo iba a ser proporcional a la cantidad de plata que hicieran con las ventas. En pocas palabras, si no conseguía vender un límite mínimo, Lionel iba a llevar a quiebra a la editorial, iba a deberle plata a alguien y él se iba a quedar sin nada, sin trabajo, sin un lugar donde caer muerto.

¿Cómo podía afrontar las cosas de forma positiva si todo se le caía a pedazos?

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora