VI

709 147 57
                                    

—Pablo, me mandé una cagada tremenda.

El chico a su lado se giró a verlo. No se había percatado de su presencia hasta que lo escuchó hablar. Lionel, parado junto a él, se retorcía las manos nervioso.

La noche del martes propiciaba lluvias pero aún así ellos estaban en la plaza. Uno tomando mates tranquilo y el otro al borde de un colapso.

—¿Qué hiciste?

Sorbió el mate y vio a Lionel sentarse, que acto seguido llevó las manos a su cabeza y tiró ligeramente de su pelo corto en notable irritación.

—Le mentí a mi editor.

Pablo no entendía por qué tanto escándalo. Todo el mundo mentía de vez en cuando, ¿o no?

—¿Y?

Lionel lo miró como si se hubiera vuelto loco. ¿Cómo que "y"?

—No entendés.

—Y explícame.

El escritor dejó salir todo el aire de sus pulmones y rebuscó entre su bolsillos los cigarrillos. Necesitaba mantener su cabeza ocupada con las vueltas del humo. Necesitaba usar los labios para algo más que hablar y llorar.

—Tenía que buscar un ilustrador para trabajar en el nuevo proyecto, pero no encontré ninguno que pudiera trabajar en las condiciones que la editorial daba. En vez de decir la verdad, hoy le dije a mi editor que había conseguido a alguien. Dios, soy un pelotudo.

Lionel apoyó la frente en su mano. Entre los dedos colgaba el cigarrillo y podía ver cómo la ceniza caía directo al suelo. Escuchó cómo, a su lado, Pablo cebaba otro mate y lo tomaba.

—¿Y cuáles son las condiciones de la editorial?

—No poder cobrar hasta que se venda al menos el 40 por ciento de los libros editados.

—Ah, entiendo —dijo Pablo después de un rato de silencio. A Lionel le parecieron horas de silencio tortuoso—. Entonces el ilustrador brindaría sus servicios casi que solidariamente.

Scaloni volvió a suspirar y asintió. Le dio una larga calada al cigarrillo antes de hablar.

—Básicamente, sí. Nadie está tan loco como para trabajar en esas condiciones.

—Yo conozco a alguien que quizás sí.

La cabeza de Lionel casi se sale de lugar de tan rápido que la hizo girar. Fue tal la sorpresa que Pablo dio un saltito, asustado por lo repentino del movimiento.  

—¿Me estás hablando en serio?

Los ojos de Lionel brillaban de la emoción que aquellas palabras le brindaron. La esperanza había renacido. Todo su rostro se iluminó y la sonrisa que le siguió a la pregunta hizo que el mundo de Pablo se tambaleara y el aliento se escapara de sus pulmones.

—Sí.

Lionel dejó salir una risotada. El alivio le recorría el cuerpo de pies a cabeza y, en ese preciso instante, las noches anteriores habían pasado a un segundo plano, uno inexistente.

—Yo voy a hablar con ese alguien, pero vos me tenés que dar algo a cambio.

—Lo que sea —dijo Scaloni. Al ver la sonrisa de Pablo, una en su rostro se dibujó también.

Tenía que admitir que la sonrisa de aquel chico era linda. Linda y contagiosa. Con solo verlo las comisuras de sus labios se curvaban.

—Decime tu nombre.

Se lo pidió como si fuera su última voluntad. Con un último suspiro, con la vista clavada en sus ojos y totalmente serio. No supo en qué momento perdió la sonrisa, pero sí sabía que quería volver a verla pronto.

—Me llamo Lionel.

Pablo movió la cabeza satisfecho y le quitó la mirada de encima.

—Bueno, Lionel. Hoy mismo contacto a tu ilustrador y le hablo de vos.

—Gracias, Pablo, me salvaste la vida —dijo Lionel aún sonriente. Llevó una mano al hombro de Pablo y apretó suavemente. Debajo de la tela, y aunque no fuera su intención, Lionel pudo notar la calidez de su cuerpo y lo tenso que estaba. Pablo hizo una mueca apenas perceptible, pero Lionel, que estaba acostumbrado a observar todo, se percató de ella. Dejó la mano sobre su hombro unos segundos más antes de retirarla con suavidad.

—¿Estás bien? —le preguntó. Pablo movió la cabeza afirmando y volvió a cebar un mate. Esta vez, se lo ofreció a Lionel.

—¿Querés?

El escritor aceptó y tomó un sorbo de la bebida amarga. Qué raro, él habría apostado a que Pablo tomaba el mate dulce. Dulce como él.

—¿Vos estás mejor ya? —la pregunta de Pablo lo tomó por sorpresa.

—Estoy más aliviado, sí.

Terminó de tomar el mate y se lo devolvió a Pablo. Cuando el chico fue a agarrar el recipiente las yemas de sus dedos apenas se tocaron, pero fue suficiente para enviar un escalofrío por la columna de ambos y lograr que se pusieran rojos de repente.

—Más te vale, no quiero que te pongas a llorar de la nada. Tus ojos están tan rojos que siento que una brisa débil los va a hacer lagrimear.

—¿Tanto se nota? —Scaloni llevó una mano a su rostro y la apoyó en su mejilla, preocupado. De repente, y para sorpresa de Lionel, Pablo acercó su rostro a milímetros del suyo. El escritor se sorprendió y nervioso abrió los ojos desmesuradamente pero no hizo el amague de retroceder. En cuestión de segundos, los labios de Pablo se cerraron y dejaron un pequeño espacio para que un soplo de viento llegara a los ojos de Lionel. El aire frío impactó en ellos y, tal como dijo el chico frente a él, se llenaron de lágrimas.
Pablo rió y volvió a cebar un mate, esa vez para él mismo. Por otra parte estaba Lionel, cuyo corazón latía tan rápido que sentía que podría compararse con la velocidad a la que el planeta tierra giraba, y si bien no podía verse, sabía que toda su sangre se movía hacia un solo lugar. Sus mejillas ardían y sentía un cosquilleo desde el vientre hasta la boca del estómago.

—¿Vas a usar alguna de las historias que te conté? Estuve pensando que me gustaría que vos les pusieras fin, después de todo vos sos el escritor y yo el loco que vive en las nubes.

Esta vez fue el turno de Lionel de reír ante la ocurrencia de Pablo. Una risa mitad nerviosa mitad genuina, pero una risa al fin.

—Me gusta tu risa —dijo Pablo de repente. Si Lionel pensaba que estaba rojo antes de eso, ahora no sabría cómo describirse. Bueno, sí, había una comparación pero no era de sus favoritas porque nunca pensó que iba a llegar a utilizarla no irónicamente. Lionel estaba en llamas.

—Gracias, Pablito —fue todo lo que pudo contestar. Se sentía pequeño de repente, pequeño y tímido, dos cosas que él no era. Pablo lo hacía sentirse así, él hacía que se desconociera—. Y sí, tal vez use tus historias. ¿Vos estás bien con eso?

—Nada me haría más feliz. Bueno, sí, tal vez una cosa.

—¿Qué cosa?

—Una docena de medialunas de manteca.

Fue el momento de Lionel de reírse, y a los pocos segundos se le sumó Pablo. En ese instante los dos pensaron lo mismo sin saberlo: que no había nada mejor que reírse y mirar directo a los ojos del otro.

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora