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La noche de Navidad Lionel la pasó en el hospital. Brindó con sidra para niños en su vaso y pidió que su regalo fuera algo que sabía era imposible conseguir.

Las enfermeras eran un amor con él y sabía que era porque una de ellas le echaba más miradas que las necesarias. Con su madre también eran unos ángeles, sobre todo porque la mujer era muy sensible y susceptible. Y porque los pocos momentos de lucidez que tenía la dejaba exhausta.

Había recibido el llamado al mediodía y salido disparado al hospital sin siquiera haber comido.

Sabía que iba a pasar Nochebuena con su madre pero no que iba a hacerlo en esas condiciones. Él esperaba pasar la noche escribiendo mientras ella miraba alguna película, brindar a las doce, y luego volver a su casa a dormir. Ni siquiera había barajado la opción de ir al hospital. Ahora el panorama era distinto, debía quedarse con la mujer que le dio la vida a pesar de que ella no lo reconocía en lo absoluto y rogar para que no se alterase.

Las enfermeras le habían dicho que sus momentos de lucidez eran cada vez más cortos y mucho más esporádicos.
La mujer postrada en la cama estaba presente físicamente, pero él sabía que mentalmente ya no estaba. Su madre, que supo ser la mujer más feliz de todo el pueblo, su madre la que había pasado por tantas cosas.

Tuvo que reprimir las lágrimas en reiteradas veces. Verla le dolía, claro, y también le dolían las cosas que ambos se habían hecho en el pasado. Cosas que debería aprender a soltar.

Hacía muchos años que la cabeza y el corazón de Lionel se debatían una sola cosa: perdonarla o no. Aquella mujer que ahora se encontraba fuera de sí, indefensa, le había causado tanto daño que pensaba que nunca iba a poder recuperarse.

Pero, más allá de todo, era su madre. Su madre. Y la amaba, o amaba a la mujer que creía recordar en sus días buenos.

—Vieja, ¿querés algo? —preguntó con la voz rota.

Era un hipócrita total. Decía amarla pero no podía llamarla por su nombre, y mucho menos decirle mamá. La palabra se rehusaba a salir de sus labios.

Ella lo miró, la vista nublada como siempre, y negó con la cabeza. Era tarde ya y pronto las enfermeras le darían sus medicamentos antes de dormir. Le habían otorgado un tiempo extra para brindar y luego a la cama.

En cuanto logró caer en un sueño profundo y se aseguró que iba a estar todo en orden, Lionel se retiró. No aguantaba ni un segundo más ahí adentro. Necesitaba aire, necesitaba un cigarrillo, necesitaba más tiempo, necesitaba a Pablo.

Su cabeza era un completo caos. Mil cosas pasaban por ella cada segundo y no soportaba no poder pensar con claridad.

La vista de su madre estaba nublada a causa de la confusión y la pérdida, la de Lionel por el dolor y las lágrimas.

—No llores, no llores —repetía como un mantra. Las escaleras del hospital parecían no terminar más. Y de repente estaba fuera bajo la bochornosa noche estival. Y él seguía repitiéndose la misma frase una y otra vez mientras se alejaba.

Unos fuegos artificiales de color verde y rojo estallaron sobre su cabeza en el cielo negro pero no pudo escucharlos. El sonido de su corazón latiendo (o rompiéndose, a esa altura era lo mismo) con fuerza en su pecho retumbaba en cada milímetro de su cuerpo.

—No llores, no llores.

Se hablaba a sí mismo con voz suave, rebosante de dulzura. Intentaba calmarse a sí mismo como muchas veces lo había hecho antes.

—No es el fin del mundo. No llores.

Sin embargo el fin está cerca. El pensamiento se coló entre el resto.

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora