VIII

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Por supuesto que la casa de Pablo era color amarilla.

La noche anterior, cuando se lo había dicho, no le sorprendió en absoluto. Solo una persona como él podía tener una casa de dos pisos de color amarillo patito.

Por más que le había dicho que no era necesario llevar nada, Lionel no podía caer con las manos vacías frente a las dos personas que le habían salvado el pellejo, así que juntó un par de pesos de su lata de ahorros y compró un vino tinto que había probado años antes.
Se acordó también que, anteriormente, su amigo había dicho que las medialunas lo harían feliz así que decidió parar en la panadería del barrio y comprar una docena para cumplirle el sueño.

Cuando llegó a la puerta de la casa tan Pablo, soltó una risa corta, sin poder creer lo que veía.
Había un cartel sobre el timbre y en él se leía "el timbre no funciona, grite 'Pablo, poné la pava', gracias".

Se aclaró la garganta y tomó aire antes de gritar.

—¡Pablooo!

Una cabeza se asomó por el balcón de fierro sobre él. Reconoció al instante a su amigo por la mata de pelos que iban a todas direcciones.

—¡Hola, Lio!

—¿Me abrís? —preguntó señalando con la cabeza a la puerta de madera. Llevó una mano sobre sus ojos en forma de visera para poder verlo mejor. Lo único que vio fue a Pablo sonreír con cierta malicia antes de que volviera a abrir la boca.

—No gritaste lo que dice en el cartel.

—No jodas, Pablo, si ya sabés que estoy abajo, abrime por favor.

—¿Perdón, qué? —a Pablo le encantaba jugar con él y hacerlo pasar vergüenza al parecer—. No te escucho muy bien.

Derrotado, Lionel dejó salir un suspiro. Sabía que si no gritaba no iba a poder pasar. Dejando de lado su orgullo volvió a aclararse la garganta y tomar aire.

—¡Pablo, poné la pava!

Si bien no podía verse, el escritor podía jurar que estaba ardiendo con el rostro completamente rojo. Deseó que lo tragara la tierra cuando escuchó no sólo la risa de Pablo sino también la de un grupo de hombres sentados cerca en la vereda.

La puerta se abrió y un jocoso Pablo lo recibió. Scaloni lo miró mal, lo que hizo que la risa del otro aumentara. Casi doblado y con las manos sobre el estómago, lo hizo pasar.

—Qué vergüenza, boludo, te voy a matar —dijo Lionel todavía rojo.

—Ay, Lio, tampoco para tanto. Ponele alegría a la vida, corazón —se defendió Pablo.

La última palabra, la forma en la que la pronunció, la sonrisa de Pablo, la combinación hizo que Scaloni se sintiera mareado. Tuvo que sostenerse en la baranda de la escalera mientras subía para no caer.

En la planta baja pudo apreciar un patio repleto de plantas de todo tipo, lleno de vida y macetas de distintos colores. Había una puerta que llevaba a un cuarto pequeño pero como estaba cerrada, Lionel no pudo saber qué había allí.

La escalera caracol de metal conducía a la verdadera casa de Pablo. Al entrar se limpió los pies en una alfombrita y pidió permiso.

Las paredes de color crema repletas de cuadros a lápiz y acuarelas le dieron la bienvenida. Era un lugar pequeño pero muy acogedor, tal como Pablo lo era.

—Qué linda es tu casa —comentó Lionel mientras seguía a su amigo que lo conducía hasta el comedor.

—Gracias. Ah, Lio, no te hubieras molestado —le dijo él en cuanto vio que de la mochila el escritor sacaba el vino y las medialunas—. Sentate donde quieras, yo ahora vuelvo que dejé la pava en el fuego.

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora