II

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—Más te vale que tengas algo, Lionel, porque te juro que te mando el telegrama de despido ya mismo.

Walter Samuel, el editor de Scaloni, estaba de un pésimo humor esa mañana. Pero claro, el pujatense se había olvidado de contestar los mensajes y de contactarse con la persona que más lo conocía.

—Disculpame, Walter —le rogó mientras dejaba su mochila encima del escritorio, donde pudiera entrar entre el desastre de papeles que tenía—. Pero no te preocupes que creo que tengo algo, hay que pulirlo nomás.

—¿Cómo que "creés" que tenés algo? —Samuel hizo comillas con los dedos pálidos de sus manos llenas de tinta azul y roja. Una ceja arqueada y la mirada fría hicieron que Lionel pasara saliva con dificultad.

—Tuve un sueño y…

Walter tiró la cabeza hacia atrás y, con la vista clavada en el techo, juntó las manos en forma de rezo y dejó salir un suspiro.

—Vos y tus sueños, Scaloni. Vos y tus sueños me van a llevar a la quiebra.

Fue como si un puñal se le clavara en el corazón, pero antes de demostrarlo prefirió dar explicaciones y salvarse el pellejo.

—Esta vez no, te prometo. Es distinto, Walter.

—¿Distinto de qué forma? —Walter cruzó los brazos a la altura del pecho y se paró derecho frente a Lionel, sacándole al menos una cabeza. Él lo miró directo a los ojos claros, desafiante.

—De la forma en que seguro voy a sacarte del agujero en el que estás metido.

Antes de que Samuel pudiera replicar, Scaloni le dirigió una sutil sonrisa y salió corriendo a la sala de la editorial donde había una máquina de cafés.

La verdad era que no tenía ni idea de cómo iba a unir las partes del sueño de forma que tuvieran sentido. Las imágenes eran borrosas y no podía recordar palabra a palabra los diálogos por más que hacía el intento con todas sus fuerzas. Si intentaba explicarlo perdía todo el sentido, la esencia del sueño caía en lo que había visto más que en las palabras en sí.
Suspiró. Eso significaba que ya no podía aplazarlo más. Iba a necesitar la ayuda de un ilustrador. 

A él nunca se le había dado bien el dibujo y no entendía nada de colores, combinaciones y texturas. Él describía lo que veía a través de las palabras, no replicando la imagen. Además tenía experiencia con los ilustradores y sabía de primera mano lo desgastante que era trabajar con uno, sobre todo vivir con uno. Pero también sabía que si quería mantener su trabajo iba a tener que dejar su orgullo de lado y pedirle a alguien que lo ayudara. 

Tomó un sorbo del café amargo y sintió cómo el alma le volvía al cuerpo. Esperó unos minutos antes de volver a su lugar de trabajo (el escritorio más desordenado que pudiera haber en kilómetros a la redonda) y se aseguró que Walter no estuviera dando vueltas por ahí. Con la cabeza más ordenada y los pensamientos más centrados que días anteriores, Lionel sacó una hoja en blanco y comenzó una lluvia de ideas. De su mochila además sacó la libreta de tapa dura que siempre lo acompañaba a todos lados. Buscó los garabatos que había hecho con el fin de describir el sueño y traspasó lo más que pudo a la hoja en limpio.
No era mucho, se dio cuenta, pero era algo. Y por ese algo estaba seguro que podía empezar. A lo largo de su carrera se había encontrado en situaciones peores. Lionel estaba completamente seguro de que de aquella hoja llena de palabras y frases al azar iba a poder sacar algo que funcionara. Él iba a hacer que todo saliera bien una vez más.

Por la tarde Scaloni se despidió de los pocos compañeros de piso que quedaban en la editorial y salió con la libreta en la mano y una lapicera azul en la otra. Le pidió a la secretaria en la recepción que, si Samuel preguntaba por él, le dijera que había salido para terminar de cerrar algunas ideas. Era mentira pero él no necesitaba saber eso.
A donde iba no necesitaba ideas ni nadie que lo persiguiera para que trabajara. Al lugar al que Lionel se dirigía nadie lo iba a encontrar. Su trabajo no existía fuera de esas cuatro paredes blancas.



Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora