VII

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Scaloni sabía que tenía un problema resuelto hasta el momento. Bueno, Pablo tenía que resolverlo por él, pero confiaba en sus facultades para hacerlo (¿desde cuándo confiaba él en Pablo?), y daba por hecho que en pocos días podría ponerse a trabajar, aunque realmente no lo deseaba, con un ilustrador tal vez más desquiciado que él.

Ahora solo faltaba conseguir plata para pagar el mes de alquiler que debía, y la luz, y el gas, y el teléfono, y el agua, y la compra mínima para subsistir.

Pensó en recortar los viajes en colectivo para visitar a su mamá y así ahorrar una buena cantidad de centavos, pero no había forma alguna de llegar a tiempo sin tomarse el bondi que lo dejaba en la puerta.

Tal vez iba a tener que mantenerse a base de agua, cigarrillos y pan por un tiempo.

Esperaba con ansias el llamado de Pablo. La última noche que se vieron, cuando él le contó sobre el problema del ilustrador, Lionel le dio su número de teléfono escrito en un cigarrillo (era la primera vez que se olvidaba su libreta y lo atribuía al hecho de que su cabeza estaba en mil lados a la vez pero no en el tiempo presente) y le pidió que lo llamara apenas tuviera noticias, fueran buenas o malas.

Cuando el teléfono sonó a eso de las nueve de la noche Lionel estaba a mitad de un baño para calmar los nervios y enfriarse. Al quinto pitido llegó a contestar.

—¿Pablo?

Sabía que sonaba desesperado, pero la verdad era que sí lo estaba. Le rogaba a su Dios para que el chico del otro lado de la línea le dijera que su conocido había aceptado.

—¡Hola, Lionel! Sí, estoy muy bien, gracias por preguntar, ¿y vos? —la voz irritante de Pablo sonó a través del auricular, salía de forma distorsionada y eso, según el escritor, la hacía aún más irritante.

Todavía medio mojado, con shampoo chorreando por su cuello y espalda y la toalla anudada a su cadera, Lionel no estaba en condiciones de perder tiempo con jueguitos.

—¿Y? ¿Qué te dijo?

—Te pregunté algo, maleducado.

Lionel se llevó la mano a la frente y frotó las yemas de sus dedos contra ella a la vez que dejaba salir un suspiro.

—Perdoná, Pablo —se disculpó. Ambos se sorprendieron por la sinceridad en la voz del escritor—. Soy un boludo. ¿Cómo estás?

—Ya te lo dije, yo estoy bien. Vos no me respondiste.

—Bueno yo también estoy bien. Me estaba bañando.

—¿Uy, querés que llame dentro de un rato?

—¡No! —dejó escapar en un grito—. Digo, no, por favor. Ya estaba terminando igual. ¿Qué querías decirme?

—Ah, quería comentarte nomás que hablé con mi conocido.

Se hizo silencio. Uno largo, muy largo para el gusto de Lionel.

—¿Ajá, y? ¿Qué te dijo? Hablá, Pablo, me estás volviendo loco, hermano.

Escuchó la risa de Pablo del otro lado de la línea. Ya no la encontraba tan irritante pero nunca se lo iba a confesar. Lo que sí lo puso molesto era el hecho de que el otro se hiciera el misterioso a propósito.

—¿Querés que te diga? —Pablo no esperó a que Lionel respondiera, aunque la respuesta estaba en la punta de la lengua a punto de salir a los apurones— Bueno, te veo en media hora donde siempre.

Sin nada más para decir, Pablo cortó. Scaloni pudo escuchar su risa diabólica antes de que la comunicación se terminara. Respiró profundo y soltó un par de puteadas mientras colgaba y se dirigía a toda prisa al baño a terminar de ducharse.

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora