XV

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El olor a desinfectante le daba asco. Que todo fuera tan blanco lo mareaba. Que todo fuera igual, que todo estuviera en su lugar, que todo estuviera limpio le hacía creer que algo estaba mal. Necesitaba desorden, necesitaba caos.

Pero para caos ya tenía su propia vida.

El mensaje en el contestador no había sido de Pablo, como a él le hubiera gustado tanto, sino que venía de Lucía, una de las enfermeras del hospital donde su madre había estado días antes.

El mensaje fue corto. Lamentaba llamar tarde y de improvisto, pero la señora había sufrido una recaída, una grave, y estaba en estado delicado. No sabían cuánto tiempo le quedaba, pero los médicos no propiciaban nada bueno. Le pedía que fuera lo más pronto posible, ya que la mujer pedía por él.

Fue el último momento de lucidez que tuvo. Y usó esos pocos minutos donde era ella misma para pedir por su hijo para verlo quizás por última vez. Pero Lionel no pudo llegar a tiempo.

Cuando atravesó la puerta del cuarto de hospital, la mujer estaba sedada en un profundo sueño. Postrada en la cama, tan flaca, pequeña, débil, le volvió a romper el corazón a Scaloni. Esa vez no pudo reprimir las lágrimas y mientras Lucía le explicaba lo que los médicos habían dicho, él se dejó caer en la silla al lado de la cama y lloró en silencio. La enfermera, rompiendo protocolos, lo abrazó y le dio unas palmaditas en la espalda. Le convidó un vaso de agua y antes de irse a su puesto le dijo que solo necesitaba pulsar el botón rojo al lado de la camilla para que ella acudiera.

Lionel vislumbró el botón con recelo. Lo detestaba, detestaba ese pequeño artefacto de plástico y detestaba sobre todo su existencia porque eso significaba que, en algún momento, iba a tener que usarlo.

Si bien sabía que la mujer tendida en la cama estaba dormida profundamente y no iba a sentirlo, atrapó una de sus manos entre sus propias grandes y fuertes. Su mente viajó a una época distinta, donde todo era al revés, y su pequeña manito que tiritaba por el frío era encerrada en un caluroso abrazo por dos manos protectoras y cálidas llenas de colores.

Recordó la sonrisa brillante de su madre y la risa cantarina cuando jugaba con él a las escondidas o a la mancha.

Por un instante se olvidó de las peleas, de los años que estuvieron separados, del abandono de parte de su progenitora y se aferró a las memorias donde su madre todavía era eso: su madre.
Cerró los ojos y apoyó, con suma delicadeza, la frente contra la manito pálida.

Le hubiera encantado sentir sus dedos enredarse en su pelo, como cuando era chico y se quedaba dormido con la cabeza apoyada en su regazo. O escuchar su voz tararear alguna melodía vieja que sólo ella (y tal vez su madre o su abuelo) conocían.
Daba su vida por escuchar su nombre salir de sus labios. Pero no con resentimiento o vergüenza, como la última vez, sino con cariño y un poco de melancolía.

Quererla le quemaba por dentro. Pero no podía odiarla porque eso era mil veces peor. Odiarla significaba pasar el infierno mismo cada vez que se miraba al espejo, porque era el reflejo clavado de ella. Odiarla no tenía sentido. Todos cometían errores, y el de ella fue haberse enamorado de un idiota y haber sido madre cuando había tenido la oportunidad de fugarse y tener una vida mejor.

Lionel Scaloni se odió por haber llegado tan tarde.

Levantó la cabeza y le dio un casto beso a la mano flácida entre las suyas. Su labio inferior temblaba por culpa del llanto y tenía los ojos bañados en lágrimas, pero no iba a dejar que nada le impidiera despedirse a su manera.
Le acarició el pelo, corto y de rizos blanquecinos a causa de las canas, y depositó uno de los ricitos detrás de su oreja. Sonrió apenas con amargura rebosando de sus labios cuando se dio cuenta que ella estaba usando los aritos que le había regalado él una vez, hacía muchísimo tiempo, cuando aun era un pendejo inocente.

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora