XVII

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Al principio no reconoció la voz. La lluvia torrencial complicaba la comunicación, y además él hablaba diferente. En voz rota, baja y débil como nunca antes.

—¿Lio? —escuchó que del otro lado él se sonó la nariz.

El corazón le latía a mil por hora pero Lionel no estaba seguro si era por la adrenalina, porque Pablo finalmente había aparecido, o por el tono de voz de este y el hecho de que estuviera llorando del otro lado de la línea.

—¿Pablo? ¿Estás bien?

—Hola, Lio. Sí, estoy bien.

Se hizo silencio. Ninguno de los dos creyó esa mentira tan obvia.

—¿A dónde fuiste, Pablo? —Lionel hizo la pregunta que se murió por hacer durante tanto tiempo.

Por el auricular escuchó a Pablo suspirar y, acto seguido, soltar un sollozo amargo. Un relámpago iluminó el departamento tan desordenado como el interior de su dueño. Lionel supo que Pablo estaba asustado, no, aterrado.

—¿Podés venir a buscarme? Y yo te explico bien todo.

Scaloni dudó apenas unos segundos. Estaba desesperado por ir y verlo bien, sí.

—Por favor, Lio.

Solo eso bastó para decidirse. Lo escuchó llorar y se acordó de esa vez, ahí en su departamento, cuando llovió y él le dijo que le tenía terror a las tormentas.

—¿Dónde estás?

—En Retiro. En un bar frente a la estación. Apurate, Lio, por favor.

—Quedate ahí, ya voy —aseguró el escritor antes de cortar. Buscó el único paraguas que tenía, monedas para el boleto de colectivo, y las llaves y salió sin pensar en nada que no fuera Pablo.

La lluvia azotaba su rostro, su cuerpo entero, sin clemencia alguna. El agua helada lo calaba hasta los huesos y lavaba la tristeza que estuvo albergando durante días, pero la preocupación aún perduraba.

Se apresuró lo más que pudo hasta llegar a tomar el bondi que lo llevaría hasta Pablo, en su rescate. Se dio cuenta que era el mismo que había tomado para ir a la funeraria donde tuvo lugar el velorio de su madre.

Lionel rezó una vez más. Rezó por su madre y por Pablo. Y luego se rió al darse cuenta de que él últimamente no hacía más que rezar cuando estaba en los colectivos, aún cuando tenía una iglesia cerca de su casa. Rió un poquito más porque él en realidad no era creyente. Rezar, para él, era uno de los actos de amor más grande. ¿A quién acudís cuando vos no podés hacer nada por las personas que más amas, cuando querés cuidarlas y que todo esté bien, pero no tenés la facultad de obrar para eso? Le gustaba creer que alguien, más allá, lo escucharía y con su mano mágica pondría a salvo a sus personas favoritas solo porque él se lo pedía de todo corazón.

Cuando llegó a Retiro, bajó del colectivo y corrió directo al único bar abierto en la calle. Vislumbró los rulos de Pablo, húmedos por la lluvia, sentados junto a la ventana a pocos metros de la puerta. Fue directo hacia él y se quedó de pie, esperando a que él decidiera cómo proceder.

—¿Pablo?

Él no levantó la cabeza. Clavó la vista en la taza de café que tenía delante de él. Lionel percibió gotas de agua en la mesa de madera, pero no sabía si eran producto del pelo mojado o por las lágrimas del menor.
Se adelantó y estiró la mano a la altura de su hombro, pero la bajó enseguida. Tenía miedo de que, si lo tocaba, él desaparecería como en sus pesadillas.

—Te pedí un café, amargo como te gusta —dijo Pablo con la voz más rota que antes, si era posible.

A Lionel se le rompió el corazón. Unas lágrimas afloraron y amenazaron con desbordarse, pero las alejó de inmediato.
Corrió la silla hacia atrás y se sentó en ella, enfrentándose a Pablo.

Contando ovejas 【pablo aimar; lionel scaloni】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora