CAPÍTULO 19

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¡Me pincharon con una maldita aguja!

Menos mal que no estaba consciente del todo y no vi cómo me la inyectaban en el brazo. En ese caso no habría sido necesario suministrarme el anestésico, pues estaría ya en el suelo si hubiera visto aquella aguja sobre mi piel. Las odiaba. Y en este momento odiaba por igual a la persona autora de la idea de clavarme una de esas.

Abrí los ojos lentamente. Esta vez no iba a caer.

Escuchaba unas voces amortiguadas que hablaban de algo que no podía oír. Al parecer se encontraban fuera de la habitación y podía estar segura de que una era de hombre y la otra de mujer. Me fuese gustado saber lo que decían, pero sólo escuchaba los atenuados tonos y veía las sombras que se percibían en la abertura debajo de la puerta.

Seguía en el mismo cuarto en que había despertado antes. No tenía idea de cuánto tiempo pasó desde que me quise fugar y me clavaron esa aguja del demonio. Lo cierto es que parecía haber transcurrido varias horas, pues los rayos solares que se colaban entre la abertura de las cortinas de la ventana se veían como los últimos del día, los de caída la tarde.

Me removí en la camilla recuperando la suficiente movilidad de mi cuerpo y con más resistencia en mis brazos de espagueti me incorporé sentada. Un hormigueo me cosquilleaba la espalda, pero lo ignoré suponiendo que se trataba de las protestas de mi magullado cuerpecito. Un pensamiento macabro pasó por mi mente cuando fui a estrujarme los ojos y sólo conseguí llevar una mano. Había olvidado por completo que mi brazo estaba roto.

Pensar en eso también me llevaba a rememorar los últimos instantes en la fiesta previos a mi colapse. Lo que, al mismo tiempo, dirigía hacia aquel oscuro recuerdo que me volvía a sumergir en el estado de culpa. Mientras que lloriqueaba por mi lesionado brazo, no fui capaz de ayudar a Wendy. Me había mostrado vulnerable ante el peligro cuando yo sabía que podía continuar.

La puerta se abrió, poniendo fin a la senda que marcaban mis pensamientos. Una ola de brisa fresca invadió la habitación como la ola de hormigueos intensificados; tuve que hacerme con mi escasa capacidad de autocontrol para no levantar la mirada del doblez arrugado de mi camisa. Me concentré en la obstinada pregunta del cómo es que tenía puesta una ropa diferente.

—Está despierta —dijo la doctora Bailey acercándose—. ¿Cómo te sientes, Charlie?

Apreté los labios, aguantando una respuesta cruda.

Tranquila, espabilada, apresuró a decir mi subconsciente. Obedecí a su orden porque no había motivos por el cual ensañarme con la doctora, si dejamos a un lado lo de la aguja. Mi subconsciente todo sensato, sonrió de buena forma y agregó viendo la docilidad con la que le respondía: Buena chica. Quería mandarle a la porra después de que me acariciara la cabeza como toda una perrita obediente.

—Estoy bien —repliqué con bastante firmeza, que hasta fue demasiada. Alcé poco los ojos fijándome en los de ella—. ¿Ya me puedo ir?

—Tienes que ser un poco más específica, Charlie —pidió—. ¿Te duele la cabeza, el brazo…? ¿Otro dolor muscular, articular…?

Suspiré y bajé la vista de nuevo para que no me viera mover los labios al forjar una palabrota.

—No me duele nada, pero padezco de un horrible síntoma de aburrimiento y me urge llegar a mi definitivamente más cómoda cama. Le agradecería de todo corazón que me diera las pastillas o lo que sea que tenga que recetarme y me mande derechito a mi cuarto.

El pesado carraspeó un poco. Me olía a que se aguantaba la risa. ¿Y ahora qué le divertía?

—Veo que te sientes muy bien a pesar de que no tengas muy buena cara —dijo ella en un tono de voz divertido.

Lazo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora