6 - La prueba.

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Estar frente al hombre que gobernaba los Siete Reinos, un hombre que alguna vez había montado un dragón, resultó ser una experiencia completamente diferente a la que Draco había imaginado

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Estar frente al hombre que gobernaba los Siete Reinos, un hombre que alguna vez había montado un dragón, resultó ser una experiencia completamente diferente a la que Draco había imaginado. Desde que supo que conocería al Rey, había creado una imagen en su mente: esperaba encontrarse con un gran señor, alguien cuya sola presencia destilara fuerza y madurez, un hombre que impusiera respeto con su sola existencia, alguien inigualable e imponente. Pero lo que encontró fue todo lo contrario.

Aunque el Rey Viserys I mostraba signos de madurez, quizás incluso un exceso de ella, la realidad que Draco encontró al entrar en la sala del trono fue desalentadora. En lugar del poderoso monarca que había esperado, lo que vio fue a un anciano cansado, un hombre cuya figura se encorvaba bajo el peso invisible de los años y de las responsabilidades que pesaban sobre sus hombros. Viserys lucía agotado, con el rostro marcado por las líneas de preocupación y el cabello adelgazado y canoso. No había en él nada de la imponente figura que Draco había imaginado. Sintió una punzada de compasión por el hombre; se veía tan cargado de bondad, de esa excesiva amabilidad que nunca conduce a nada bueno, especialmente en el despiadado juego del trono.

Mientras observaba al Rey, la mirada de Draco se dirigió instintivamente hacia el hombre que se mantenía unos escalones por debajo del trono. A primera vista, supo que se trataba de la Mano del Rey, el consejero principal del monarca. Sin embargo, la impresión que le causó fue de desconfianza inmediata. “Una total víbora”, pensó Draco con desprecio. A su parecer, ese hombre bien podría ser un Slytherin, pero no uno del tipo que haría sentir orgulloso a Salazar. No, aquel era del tipo que estaba dispuesto a sacrificar cualquier cosa, incluso a sí mismo, para alcanzar sus objetivos. Draco sabía que una verdadera serpiente comprendía el valor de la lealtad y nunca traicionaría a un amigo. Pero el hombre ante él no daba muestras de ser capaz de algo semejante. Draco estaba seguro de que ese consejero sería capaz de vender a su propia hija solo para asegurar que su sangre alcanzara el poder.

Y esa sospecha se confirmó rápidamente cuando Draco vio a la reina Alicent y a sus tres hijos, apartados a un lado de los escalones que llevaban al trono. La postura de Alicent, rígida y alerta, como si cada movimiento estuviera calculado, le transmitió una sensación de inquietud. Mientras la observaba, sus ojos se cruzaron con los del príncipe Aemond, el joven con un solo ojo, y, de manera inesperada, sintió una chispa encenderse en su pecho. La mirada del príncipe era intensa, llena de un fuego interno que Draco no pudo ignorar. Sin embargo, rápidamente apartó la vista, tratando de ignorar la cálida sensación que lo invadía.

Draco no solo vio a la reina y sus hijos; también notó la presencia de la heredera al trono, la princesa Rhaenyra, junto a sus tres hijos, aquellos que en la corte susurraban que eran bastardos. Aunque Draco era nuevo en la corte, no pudo evitar recordar las palabras que su padre había compartido sobre las habladurías en torno a la legitimidad de esos niños. Para algunos, los rumores eran más que evidentes: los rasgos físicos de los hijos de Rhaenyra no coincidían con los de su supuesto padre, Laenor Velaryon. Sin embargo, a los ojos de Draco, esos rumores no tenían sentido. Los había visto, y aunque sus rasgos no correspondían completamente a los Velaryon, él encontraba algo en ellos que era innegablemente noble. Sin embargo, en su mente surgió una pregunta: ¿quién era realmente el padre de esos niños?

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